Hace ya bastantes años Karl Loewenstein clasificó las Constituciones en la tríada de constituciones “normativas”, “nominales” y “semánticas”. Normativas son aquellas constituciones en las que se da una notable coincidencia, identidad es imposible, entre lo que ocurre en la realidad y lo que la Constitución dispone. Son las constituciones propias de las democracias que operan como tales. Nominales son aquellas en las que existe una desviación notable entre lo que la Constitución prevé y la realidad. Semánticas son aquellas en las que el parecido entre lo que la Constitución establece y la realidad es pura coincidencia.
La Constitución española de 1978 ha sido una Constitución normativa desde su entrada en vigor hasta finales de 2015. Desde entonces no ha hecho otra cosa que deslizarse por la pendiente que conduce a la Constitución nominal. En las dos últimas legislaturas, la prácticamente non nata como consecuencia de la imposibilidad de investir a un candidato como presidente del Gobierno y la actual, resultado de la disolución anticipada de la anterior, tienen de legislatura de un Estado democrático el nombre, pero poco más.
España ha sido el primer país europeo occidental después de la Segunda Guerra Mundial en el que se han tenido que repetir unas elecciones generales por la imposibilidad de investir a un presidente del Gobierno. Y en la siguiente legislatura se ha conseguido investir un presidente de Gobierno, pero la “mayoría de investidura” no ha conseguido ser al mismo tiempo “mayoría de gobierno” y, en consecuencia, el Gobierno de la Nación no está siendo capaz de ejercer la tarea de dirección política del país, que es la que tiene constitucionalmente encomendada (art. 97.1 CE). El Gobierno administra, pero no gobierna.
Como consecuencia de ello, las Cortes Generales tampoco están cumpliendo con ninguna de las tres tareas que la Constitución expresamente les atribuye en el artículo 66. 2: la función legislativa, la función presupuestaria y la función de control gubernamental. No ha habido disolución del Parlamento como en la legislatura anterior, pero el Gobierno no gobierna y el Parlamento no legisla, no aprueba presupuestos y no controla la acción de gobierno porque no hay acción de gobierno que controlar. La avería de la democracia parlamentaria no puede ser más expresiva.
Formalmente la Constitución está vigente, pero materialmente está suspendida. El Estado social y democrático de Derecho funciona por inercia, pero sin que haya ningún proyecto de dirección política no ya que consiga abrirse camino, sino que se avance como propuesta. La única estrategia que se está haciendo visible es la estrategia defensiva del Gobiero de evitar que se produzca una revisión de lo que fue su programa de la legislatura 2011-2015, en la que el PP dispuso de mayoría absoluta.
Mariano Rajoy anticipó a finales de 2015 que el PP no dispondría de mayoría en la siguiente legislatura para continuar dirigiendo el país de la forma en que lo había hecho entre 2011 y 2015. Pero también anticipó, con buen olfato, que podría disponer de una minoría lo suficientemente consistente como para torpedear cualquier acción de gobierno que pretendiera revisar la que él había puesto en práctica.
El PP encaró la legislatura posterior a la suya con mayoría absoluta con una estrategia defensiva que en la práctica conducía a la parálisis del sistema político. Ya que no voy a poder seguir gobernando como lo he venido haciendo estos años, que no pueda gobernar nadie y que, en consecuencia, no se pueda revisar mi programa de gobierno. El final de la legislatura 2011-2015 presagiaba la parálisis de la siguiente o de las siguientes.
En esas estamos. El tiempo se ha detenido. El Gobierno no envía Proyectos de Ley al Parlamento y veta las Proposiciones de iniciativa parlamentaria. Se alcanzan acuerdos casi por unanimidad en el Congreso de los Diputados y a continuación el Gobierno maniobra para hacer imposible la ejecución de los mismos. El ejemplo de RTVE es el más expresivo, pero no el único.
El estancamiento suele ser la antesala de la descomposición. Una sociedad en la que los órganos a los que se confía la dirección política del país no ejercen las funciones que tienen encomendadas, está condenada al desorden. Más bien pronto que tarde. Porque sin funcionamiento regular de los órganos constitucionales de naturaleza política y sin perspectiva de futuro la corrupción institucional se hace general. Deja de ser excepción para convertirse en norma, independientemente de las voluntades individuales de las personas que ocupen las instituciones.
Nominalmente la Constitución sigue siendo la misma. Normativamente ha dejado de serlo. En el momento en que se van a cumplir cuarenta años de la entrada en vigor de la Constitución, parece bastante obvio que el pacto constituyente de 1977-78 ya no es el marco político-jurídico que permite que la sociedad española pueda gobernarse democráticamente. Con este marco político-jurídico la sociedad española no es capaz de hacer una síntesis política de sí misma que permita la formación de Gobierno, por un lado, y el ejercicio de las funciones parlamentarias por otro. La Constitución de 1978 ha llegado al final de su recorrido. El edificio está en pie, pero la vida está desapareciendo de su interior.
Y la reforma ni está ni se la espera.