Constitución o “trumpismo puro”

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Llega la efeméride y con ella, la liturgia. Los discursos, las apelaciones al consenso, las referencias al marco de convivencia que se aprobó en 1978, las recepciones, los invitados, las presencias, las ausencias… Hace 45 años que se promulgó la Constitución y cinco que seguimos estancados en la misma pantalla: la de una derecha que por la mañana se abraza a la Carta Magna, por la tarde se declara en rebeldía contra ella y por la noche, acusa a los demás de pisotearla.

El miércoles, en el Congreso de los Diputados, se escucharán grandes palabras sobre la Constitución más extensa y menos reformada de Europa. La izquierda exigirá su estricto cumplimiento y la derecha alertará sobre una voladura controlada del texto. Y entonces habrá quien señale también que el descrédito de las instituciones en España es un hecho inapelable. Y que el sectarismo, el cainismo y la ausencia de debates serenos han minado la calidad de nuestra democracia, pero que a pesar de ello, digan lo que digan los ayusers, seguimos viviendo en un país libre, donde existe una notable pluralidad y en el que las opiniones se expresan libremente.

No se debe caer en el catastrofismo ni en la hipérbole, pero tampoco en la tentación de pasar por alto las señales de deterioro del sistema, la confusión de papeles entre los poderes del Estado, las operaciones concertadas de descrédito de un gobierno legítimamente constituido o los motivos por los que una democracia se degrada con la activa participación de las fuerzas políticas. En eso andan las derechas.

Ya sabemos, como escribieron Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en 'Cómo mueren las democracias', que la mejor fórmula para estrangular un imperfecto pero vivo sistema democrático es democráticamente. Y eso es lo que lleva ocurriendo en España desde hace cinco años, desde que Vox llegó al Congreso, la derecha convencional se dejó arrastrar por el discurso de la extrema derecha y el PP abjuró del cumplimiento de la Constitución con la demostración de que su principal interés estratégico era hacer del Estado y de algunas de sus estructuras un mero botín político-electoral. De ahí su negativa a renovar el Consejo General del Poder Judicial, de ahí su instrumentalización de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, del Ejército y de una parte de la Función Pública y de ahí la rendición de Alberto Núñez Feijóo.

Se hizo cargo del PP con el propósito de distinguirse de Vox, de no entrar en sus marcos ideológicos, de no sucumbir a la presión económica ni mediática y ha hecho todo lo contrario. El día que Feijóo confesó a su trompetería mediática temer la reacción de la derecha política, mediática y judicial si renovaba, como manda la Constitución, el CGPJ, perdió también las riendas de su liderazgo y la legitimidad para erigirse en hombre de Estado y guardián de las esencias de la Carta Magna.

Pasó en octubre de 2022. Las negociaciones entre el Gobierno de Pedro Sánchez y el PP para renovar el Consejo General del Poder Judicial y el Constitucional estaban a punto de alumbrar un acuerdo, tras superar no pocos escollos. Las conversaciones mantenidas entre el ministro Félix Bolaños y el popular Esteban González Pons estaban sólo a falta del OK de Feijóo, que en el momento decisivo temió la reacción que «la derecha política, judicial y mediática» tendría al conocer un acuerdo que de facto sería el primer gran pacto de Estado que el líder de la oposición firmase con Pedro Sánchez. Se contó tal cual en uno de sus medios de referencia, donde además se informó de que tras cuatro años de bloqueo y tras la dimisión del presidente del CGPJ, la nueva dirección del PP entendía que la situación era insostenible y que había que cerrar el acuerdo porque lo contrario “era trumpismo puro” (sic). 

Feijóo debía elegir entre cumplir con la Constitución o pisotearla y sucumbir a la presión de Vox, a la de los editoriales de la prensa amiga y a la de la derecha judicial. Y eligió lo segundo. “Trumpismo puro”, según palabras de su propio equipo. Pero este miércoles, seguro, se envolverá en la letra y el espíritu de la Carta Magna. Sin crédito alguno, eso sí, porque para invocar un texto primero hay que cumplirlo.