Los 188 diputados que han aprobado los presupuestos del Estado para el 2022 muestran una diversidad de orientaciones políticas y de inserción territorial e identitaria que no tiene nada de habitual en la política española. La izquierda periférica y plural, el autonomismo insular canario, el nacionalismo vasco en sus distintas versiones, una parte del independentismo catalán, la aún singular pero significativa presencia de la “España vaciada”, más las distintas familias del bloque podemita, son quienes han sumado sus votos a los del Partido Socialista, conformando lo que algunos llaman la “España posible” frente a la “imposible” que conformarían PP-Vox.
La duda es la solidez de ese conglomerado de once partidos. ¿Se trata de algo coyuntural, solo explicable por el “espanto” (Rufián dixit) que provoca la posibilidad de un gobierno de la derecha extrema? ¿O realmente estamos frente a la posibilidad de que se vaya consolidando un bloque plural y diverso de quienes comparten, asimismo, una idea de España plural, diversa, y me atrevería a decir, no jerárquica ni patriarcal? La historia política reciente de la España democrática no muestra coyunturas en que esa posibilidad se haya dado. El bipartidismo, por imperfecto que fuera con la presencia de comunistas y de nacionalistas vascos y catalanes, tenía suficiente solidez como para ir trampeando con concesiones coyunturales cada vez que era necesario. Si, como se viene afirmando por parte de quienes analizan con detalle las tendencias políticas de la ciudadanía, la fragmentación política tiende a convertirse en estructural, la cosa cambia.
La prepotencia centralizadora de Madrid no solo no se ha atemperado en los últimos tiempos, sino que se ha reforzado. Y de ello se vanagloria la presidenta de su comunidad, metiendo cizaña a diestro y siniestro, desde posiciones políticas absolutamente contradictorias con un Estado de las Autonomías que ha configurado un sistema compuesto de poderes y políticas claramente irreversible. La caricatura es de tal calibre que parece abogar por un “nosotros” madrileño como forma sintética y enraizada de hablar de España y de su identidad.
Las contradicciones en eso que se ha denominado como “España posible” no son pocas. La tensión territorial es una de las más evidentes, y se expresa en temas de financiación, grandes infraestructuras, aprovechamiento de fondos europeos, etc. Es decir, en todo lo que podríamos denominar espacio de la planificación y redistribución de posibilidades y condiciones vitales. Pero, se expresa también y de manera significativa en temas de identidad y de concepción de lo que es España. El domingo, en La Vanguardia, el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, afirmaba que, si las instituciones del Estado quieren que Catalunya siga en España, deberían defender el catalán, su estatus y la inmersión lingüística aparejada, ya que de lo contrario estarían dando la razón a quienes creen, como él, que formar parte del Estado español no garantiza la continuidad del catalán.
Lo que ha acontecido con la sentencia del Tribunal Supremo ha servido de nuevo para azuzar todos los fantasmas. En un lado y en el otro. Sin la inmersión lingüística, dirán unos, la cohesión social en Catalunya corre peligro. Con la inmersión lingüística, dirán otros, corre peligro la cohesión social y política de España, ya que detrás del bilingüismo, afirman, lo que de verdad hay es el biestatismo. Ese es un ejemplo de la fragilidad de esa “España posible” mientras no se sea capaz de avanzar, formal o informalmente, en una concepción plural de lo que entendemos como nación, en un país de países que arrastra desde hace demasiado tiempo una visión jerárquica (por ordenada de mayor a menor) y patriarcal (por impuesta de arriba abajo) de las identidades. Celebramos la bondad de un programa como Erasmus, que permite a los jóvenes de toda Europa darse cuenta de la riqueza plural y diversa de una Europa multi-identitaria, multi-étnica y multi-religiosa. Pero no hemos sido capaces de hacer nuestro Cervantes (por inventar un nombre) que permita viajar a esos mismos jóvenes entre nacionalidades, regiones y territorios, aprendiendo lenguas, superando prejuicios y construyendo capacidades para reconocer la riqueza de la diversidad.
Nos falta entender que nuestra singularidad debería ser más motivo de orgullo que el encerrarnos en una única identidad temblorosa y largamente discutida. Todo proceso de identidad parte de definir con mayor o menor precisión quiénes somos nosotros y quiénes son ellos. Creo que cada vez tenemos más “nosotros” y los “ellos” tampoco dejan de aumentar. Lo que nos hace sentirnos miembros de un grupo o colectividad, y que tiene siempre como complemento a otros individuos que no forman parte de esa identidad, resulta hoy mucho más difícil de aplicar sin caer en contradicciones, sin constatar que abundan cada vez más los espacios transfronterizos. Mis nosotros no acaban en una pertenencia única.
Lo de la “España posible” puede ser solo un destello momentáneo y pasajero, o puede acabar siendo el inicio de algo distinto. Escribí hace tiempo que estamos en tiempos difíciles para identidades simples. Si en esta España plurinacional, lo mires por donde lo mires, se quiere avanzar en la posibilidad de construir un nosotros que nos permita avanzar como país plural y diverso, hemos de ser capaces de trabajar sobre nuestras identidades básicas con la vista puesta en la aceptación de las identidades de los demás. Y ello exige consideración y reconocimiento mutuo, con las necesarias expresiones en la arquitectura y el lenguaje formal e institucional. Entendiendo que la complejidad y la heterogeneidad que nos rodea no va a reducirse. Que cada vez habrá menos espacios para lo identitariamente puro, y que necesitamos lealtad mutua, conciencia de que los equilibrios son siempre precarios y que su continuidad exige atención y respeto por los demás.