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El yo consumidor y consumido

Foto: Azahara Alonso. Pintada en una pared de Madrid, 2018.

Begoña Huertas

Últimamente he leído dos libros muy interesantes en los que he encontrado algunos aspectos comunes significativos. Uno es la “novela-ensayo” de Belén Gopegui, Quédate este día y esta noche conmigo, y el otro el “ensayo-novela” de Remedios Zafra, El entusiasmo. Los dos libros hablan de Internet y de las políticas neoliberales, pero también tratan el tema de la identidad, preguntándose cada uno a su manera qué cosa es la conciencia y cómo se construye eso que llamamos “yo”. En ambos casos se habla del individuo pero no desde el individualismo, y ambos textos encaran la complejidad de lo que somos y de lo que nos rodea, se hacen preguntas y nos llevan a los lectores a hacernos preguntas.

En primer lugar, eso que llamamos “yo” no es un lujo, todos tenemos uno. La introspección, la capacidad de reflexión, ese bucle de la conciencia que nos permite mirarnos a nosotros mismos ya es otra cosa, y necesita tiempo libre, por ejemplo, como insiste Zafra, algo que tampoco debería ser un lujo sino un derecho. Lo que está claro es que no existe un único “yo” esencial e inamovible. La identidad es una construcción cambiante y resultado de la suma de muchos factores. En último término somos una narración como recuerda Gopegui.

Creo que uno de los mayores problemas es que el discurso neoliberal ha conseguido apropiarse de la idea del yo y reducirla a su conveniencia. Se impone la idea de un yo- marca, un yo- producto construido, compactado y etiquetado a gusto del mercado. Se insiste en aislar a ese producto por su carácter único, cada yo debe destacarse entre todos los otros y venderse bien(por supuesto también debe satisfacer sus deseos, presumiblemente únicos, comprando a su vez lo que se le indique). En definitiva, un yo que se consuma y que consuma. La sociedad estaría formada por esta suma de individuos únicos que compiten por ver quién es el más único de todos. En la competencia que se salve quien pueda: es la ley del mercado, también es la ley de la selva.

Hace unos días leí en la prensa que de cara a las elecciones uno de los partidos más favorecidos por las encuestas preparaba a sus miembros. Por un segundo (lo que tardó en abrirse la noticia en la pantalla) me imaginé a las personas recibiendo formación para ocupar cargos públicos: indicaciones sobre cómo hacer las cosas, información sobre obligaciones, papeleos o conductas específicas, en fin, preparándose para hacer un trabajo que no habían hecho nunca. Enseguida entendí que se trataba de formarlos casi como vendedores, para convencer a los votantes. Era un cursillo acelerado de publicidad. Cada uno de ellos debía presentarse como una persona única y de una pieza, la mejor opción entre otras, lista para ser elegida como lo sería un producto en las baldas del supermercado. El mejor arma de la publicidad son las emociones y en efecto Remedios Zafra destaca cómo la velocidad a la que nos vemos obligados a vivir refuerza ese aspecto emocional de las personas impidiendo el ejercicio de la conciencia. Por eso insiste en su ensayo en la necesidad de espacios en blanco, espacios que rompan la inercia de la hiperactividad. Qué otra cosa es el diálogo de los dos protagonistas de la novela de Belén Gopegui sino uno de esos momentos.

Pensando en esos momentos de no hacer nada en los que uno se pregunta precisamente qué está haciendo con su vida recuerdo ahora los versos de Cesare Pavese: “La ciudad nos permite subir la cabeza para pensar/ y bien sabe que después la bajamos”. Cuando bajamos la cabeza es cuando asumimos limitarnos a ser el yo-marca, el producto listo para consumo de la maquinaria del mercado. Quizás eso es lo que dice esa pintada en la pared: “Cuidado conmigo que no soy yo”, que eso que veis es un producto etiquetado funcional para la venta. Recuerdo los versos de Pavese y me niego a que el “yo” se lo apropie la lógica de mercado. Como también me niego a que se lo apropie la autoayuda o la política emocional. Y quizás porque cuando se habla de todo esto es imposible no recurrir a la literatura, no puedo dejar de traer aquí a otra escritora, Patricia Highsmith, y terminar con la pregunta que se hacía en una de sus novelas:

“Se trata de si una persona crea su propia personalidad y sus propios valores desde dentro de sí misma, o si ella y sus valores son la creación de la sociedad que la rodea” (El temblor de la falsificación).

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