Contadores de historias, testigos de la realidad

3 de febrero de 2021 22:40 h

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Andar y contar es mi oficio

Un hombre y una mujer yacían hace unos días a la espera de soslayar la muerte que la COVID-19 reparte a espuertas sin hacer distingos. Los médicos tuvieron que inducirles el coma para intubarlos y ayudar a que la batalla de sus organismos con el virus pueda saldarse con una victoria que les deseo desde lo más profundo de mi corazón. Ambos en la cincuentena, son pareja y tienen hijos en común. Habían acariciado ya la idea de fijar ante la ley lo que para ellos regía como norma de afecto y, en ese instante, ante la duda de si tendrán más oportunidades, pidieron casarse antes de ser sedados. Todo un esfuerzo administrativo se puso entonces en marcha para asistirles, también en el trámite del amor. Un juez, un letrado de la Administración de Justicia y un forense trocaron en Tortosa sus negras togas por albísimos EPI y oficiaron una boda entre esos dos seres que se quieren, que están extendidos en sus camas rogando por no caer en brazos de la muerte y queriendo recibirse uno en los del otro de nuevo. Ojalá. Los médicos y los sanitarios, con el instrumental esperando, ejercieron de testigos. 

Esta es la tragedia y la esperanza que albergan a cientos de miles nuestros hospitales. En solo dos semanas 5.000 de estas vidas se han malogrado, todas ellas con sus anhelos, con sus amores esperando, con sus proyectos de vida, con sus seres queridos rogando por volver a verlos, solos, sin el íntimo consuelo de una despedida cuando al polvo vuelves. No ha habido periodistas que las cuenten. No hemos estado en el filo del abismo junto a ellos. No hemos podido o no hemos querido ponerle verbo y carne a este drama. No habrá palabras que los revivan para la historia cuando todo esto acabe. 

¿Dónde estábamos? ¿Dónde estamos? ¿Estaremos dejando de contar lo que sucede? ¿Nos hemos vuelto fríos funcionarios del dato y de la técnica? ¿Hemos perdido nuestra sangre para buscar y contar historias? 

Esta historia, que toca el tuétano, me ha traído a la mente, en una extraña asociación mental, una noche de galerna de enero de 1991, en la que el teléfono me sacó de la cama porque el temporal había afectado a la antena de la emisora que yo dirigía, de madrugada, cuando miles de oyentes seguían en nuestra frecuencia la emisión en directo de la Operación Tormenta del Desierto que había quedado interrumpida. Los oyentes exigían que se restableciera la transmisión de la SER. Mientras los misiles, los Patriot, los Scud, los Tomahawk -que todos sus nombres y características nos aprendimos- volaban convertidos en manchas verdes en las pantallas, en la primera guerra televisada de la historia, el mundo occidental contenía el resuello y se sentía más informado y más conocedor que nunca de la guerra aunque, probablemente, supiera menos que en ningún momento qué orgía de sangre y destrucción se estaba produciendo a ras de suelo. Así somos. Los periodistas aprendieron a ir obedientemente “empotrados” con las fuerzas norteamericanas. Apenas quedaba ni dinero ni coraje para buscar y contar las propias verdades y a los que lo intentaban, les costaba muchas veces la vida. 

¿Ha cumplido el periodismo su papel? ¿Lo está cumpliendo durante esta tragedia de dimensiones inauditas y que sucede en nuestras propias calles y no en desiertos lejanos? De haberlo hecho de otro modo ¿habría tanta estupidez, tanta negación, tanta inhibición? ¿No deberíamos de haber sido capaces de haber trasladado el drama hasta cada salón y cada coche y cada teléfono móvil? Sé que lo que estoy diciendo puede ser discutido y, de hecho, lo ha sido tanto que se ha acabado haciendo lo contrario, pero no por eso hay que inhibirse del debate que me parece provechoso para todos. “En las grandes ocasiones, siempre digo algo inconveniente”, reconocía Chaves Nogales. Yo también puedo secundarle pues.

Hay quien cree que contar la realidad es hacer caja con la desgracia o puro amarillismo, mas la realidad no es reo de la inutilidad o de la deshonestidad de quien la relata. La realidad está ahí y sólo busca un contador que le haga justicia. Este país está lleno de profesionales con capacidad sobrada para asumir tan ingrata tarea.

Hay quien defiende que había que mantener alta la moral. Servir de catalizador de la esperanza durante aquella impensable experiencia del confinamiento total. Surgieron así los cánticos, los dinosaurios que bajan la basura, o las galletas de chocolate. ¿Dónde estaba la realidad? Hoy seguimos arrojando cifras de víctimas diarias por centenares. ¿Dónde está su dolor, sus vidas agostadas? 

Hay quien defiende que son mejores los datos que las historias pero es que las historias son también datos y de lo más fehacientes. ¿Dónde está la voz de las víctimas? ¿A cuántos huérfanos, viudas, padres destrozados hemos dado espacio para narrarnos su pérdida? No me vengan con que esto es espectáculo. He oído en mi vida profesional la queja profunda de las víctimas de ETA, de los padres cuyos hijos son cruelmente asesinados, de tantos que han padecido las miserias de este mundo. Y después la de los asesinos, de los delincuentes, de los terroristas. He oído las voces que dibujaban en nuestras almas encogidas la realidad. ¿Dónde están las voces de las víctimas de esta pandemia? ¿A cuántas les hemos oído sacar su angustia del alma? 

El periodismo de servicio está muy bien pero no creo que eso nos obligue a renunciar a ser testigos de la mayor noticia de nuestra historia. Está muy bien que los científicos nos ilustren y que los matemáticos nos muestren los modelos y que discutamos sin ninguna frialdad según nuestros criterios de lo que debe ser la gestión política, pero ¿dónde queda la vida en todo ese relato? Narrar la vida. Ser testigos de la realidad. No termino de entenderlo a menos que haya un consenso tácito en que eso no se haga o bien que haya quien prefiera borrar del subconsciente colectivo la negrura, la hecatombe, la desdicha que cohabita con nosotros. Si es así, recuérdese siempre a Orwell, y publíquese la realidad que no guste, porque para hacer propaganda, ya están otros. 

El miedo es una enorme fuerza de supervivencia. Quizá sea ese su único sentido en una especie. Pensar que el pueblo debe permanecer ajeno al sentimiento que podría protegerle es querer infantilizarlo y mantenerlo en un limbo poblado por un bombardeo de datos y de titulares y de tuits y de relatos que a lo mejor no le sirven para nada. 

Andar y contar es nuestro oficio. 

En este caso no hay que dar más que unos pocos pasos.