El coronavirus y el estigma del 8M

Cientos de actos y conciertos a puerta cerrada. Mítines. Partidos de fútbol con aficiones de distintos lugares. Bares abiertos. El metro abarrotado. Solo una semana antes del estado de alarma la vida era otra muy diferente. Pero el centro del reproche político, la búsqueda de réditos y hasta la batalla judicial la ha ocupado la multitudinaria protesta del 8M. Esta semana hemos conocido los errores, tergiversaciones y bulos que recoge el informe de la Guardia Civil que ha servido para imputar al delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, y para atribuir responsabilidades penales al Ejecutivo por permitir la manifestación del 8M. 

Que la estrategia política y mediática siga girando precisamente sobre el 8M y no sobre el resto de eventos, rutinas y sucesos que se dieron los días y semanas previos al estado de alarma no es casual. Más que una búsqueda de explicaciones científicas, razonables, útiles, hay en todo esto una batalla política, también contra el feminismo. Asociar pandemia, irresponsabilidad, prevaricación y 8M es una buena manera de generar un estigma alrededor del feminismo en un momento en que cuestionarlo ya no tiene la misma legitimidad social que antes.

Lo más peligroso para la derecha es que el 8M se había convertido casi en un consenso social. El feminismo había conseguido, en suma, construir un nuevo sentido común en el que, más a la izquierda o más a la derecha, la indignación contra la violencia sexual o la brecha salarial, la certeza palpable de la maternidad como factor de discriminación o el despertar a una conciencia sobre el machismo cotidiano había unido a cientos de miles de mujeres. Esas cientos de miles de mujeres podían diferir en las soluciones o en los detalles, algunas podían tener una intensa conciencia feminista y otras una incipiente, pero todas tenían claro que había sobrados motivos para salir a la calle, incluso para hacer una huelga. El feminismo ofrecía una explicación a lo vivido, un instrumento para la protesta, un vehículo para la reivindicación concreta, una identidad de la que sentirnos orgullosas.

Mientras Vox cargaba contra el aborto y el entonces número 2 de Pablo Casado, Adolfo Suárez, aseguraba que los neandertales “también lo usaban: esperaban a que nacieran y les cortaban la cabeza”, una encuesta de Metroscopia mostraba que hasta el 52% de votantes de la primera formación y el 41% de la segunda apoyaban la interrupción voluntaria del embarazo. El 78% del conjunto de la población lo hacía. Hasta el 88% de las mujeres aseguraban que había razones para una huelga feminista, una opinión mayoritaria también entre las que votaban al PP. En 2019, incluso el 48% de votantes de Vox afirmaba que había motivos para la movilización del 8M.

Ese año el partido de Abascal irrumpió en el Congreso y se atrevió a quebrar el consenso sobre violencia machista. Pero incluso así ha tratado de construir un discurso de 'protección' a las mujeres con discursos xenófobos y propuestas tremendamente punitivistas. Los requiebros del PP para no distanciarse de Vox pero no alejarse tampoco del todo de una tendencia social incuestionable han sido evidentes. 

En ese contexto, la coincidencia temporal entre el 8M y el estallido de la pandemia ha sido la tormenta perfecta para la derecha y para quienes, desde la incomodidad, las reticencias o el menosprecio intelectual por el feminismo, buscaban desesperadamente la forma de seguir desacreditándolo en pleno auge y sin quedar del todo mal. No son ellos, fue la imprudencia de las feministas. No son ellos, fue la prevaricación de las administraciones afines ávidas de rentabilizar su éxito. No son ellos, es la preocupación por España, por la salud pública. Aunque luego metan la tijera en la sanidad, privaticen residencias de ancianos y aboguen por normas que abocan a las mujeres a arriesgar su salud en abortos inseguros.

Esa derecha, esos sectores más reaccionarios que otra cosa, se agarran al coronavirus para mantener un statu quo que el feminismo resquebraja. El discurso de la prevaricación y la irresponsabilidad, de las lecturas fáciles a toro pasado, de señalamiento del 8M con una fecha oscura, el punto de inflexión de la pandemia, la muerte y el sufrimiento, busca generar la culpa y el estigma, que agachemos un poco la cabeza cuando recordemos aquel domingo y tengamos más cuidado cuando se nos ocurra hablar del próximo. Quieren poner algo -o mucho- de sombra sobre un movimiento en auge que está removiendo cimientos y que, por cierto, subraya la radical necesidad de fortalecer lo común y lo público, también la sanidad, también las residencias de mayores, la atención primaria o los sistemas de garantías de ingresos.