En uno de los giros de trama más previsibles de la política española, la policía ha detenido el martes en Valencia a 24 personas, de las que ocho son políticos del PP, por su relación con los delitos de prevaricación administrativa, malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, cohecho y blanqueo de capitales, lo que viene a llamarse corrupción política. Por decirlo con otras palabras, hay organizaciones criminales de larga trayectoria que no han demostrado la persistencia y capacidad de las que ha hecho gala el PP valenciano en la última década.
Y sin embargo, sus dirigentes actuales en Madrid y en Valencia no se sienten afectados por esta ola de personas a las que abrazaron y elogiaron que ahora son detenidos y conducidos ante un juez. De la misma forma que tampoco se inmutaron cuando algunos de esos delincuentes robaban del dinero destinado a la cooperación con el Tercer Mundo (esos que en sus conversaciones telefónicas les llamaban “negratas”), robaban de los fondos públicos comprometidos para la visita de un Papa, o cargaban comisiones a las obras públicas para financiar el partido o sus gastos personales, o recibían regalos de lujo de los empresarios e intermediarios que se beneficiaban de su decisiones políticas.
Soraya Sáenz de Santamaría, intenta hacernos ver que la culpa es de todos, y por tanto no es de nadie. Es como una catástrofe natural inevitable que nadie puede parar y ante la que sólo se puede reaccionar. “Hay casos que afectan a la práctica totalidad de las fuerzas políticas del país”, ha dicho Santamaría en la noche del martes continuando esa costumbre política tan española por la que una de las funciones básicas del vicepresidente del Gobierno es enchufar la manguera de la mierda para que pringue a todo el mundo y salve al Querido Líder, o que deje al líder en la misma situación de suciedad que el resto de protagonistas políticos, en plan mal menor.
Siempre se dice que no hay impunidad porque al final todos pagan. Es falso. La democracia en España tiene instaurado un sistema perfecto de impunidad para los otros responsables, aquellos que pusieron en esos puestos a los detenidos en los últimos años, los que se abrazaron en la tribuna del mitin a los ladrones.
En la Comunidad Valenciana, todos esos delincuentes sabían que tenían barra libre cuando Francisco Camps salvó de la demolición a Mariano Rajoy en 2008 cuando Esperanza Aguirre y Pedro J. Ramírez fabricaron la pinza política más letal que en ese momento podía levantar la derecha española contra el dos veces derrotado en unas elecciones generales. Se pusieron a robar como locos (algunos sí que es cierto que tenían experiencia previa desde la época de Aznar), porque nada podía detenerlos.
¿Pensaban que les iban a pillar? Era al revés. El futuro no podía ser más brillante. Era Camps, su propio caudillo, quien tenía en ese momento todas las cartas para sustituir a Rajoy si el líder del partido volvía a tropezar en las urnas. Es lo que estuvo a punto de ocurrir si el PP hubiera perdido las elecciones en Galicia. Ellos sí que tenían un modelo de negocio contrastado por lo obtenido en el pasado reciente y con unas posibilidades de futuro inagotables.
¿Qué ocurre cuando todo esa estructura criminal se viene abajo? Hay una prioridad. Los máximos responsables de esa organización tienen que hacer ver que ellos no sabían nada y que no son los responsables. Sin su concurso y el de otros, todos esos delitos no podrían haberse producido. Esos delincuentes no habrían podido llegar a las posiciones que les permitieron robar fondos públicos.
Pero ellos, los responsables, nunca son responsables políticamente de los delitos.
A los dirigentes del PP no les alarma, excepto en las primeras 24 horas cuando no se sabe aún quién va a cantar qué, ver a sus dirigentes subirse a coches de la Policía o la Guardia Civil en el asiento de atrás.
Y no les afecta porque, como dice la coordinadora general del PP de Valencia, Eva Ortiz, “esto no es una cuestión de partidos sino de personas”. Personas que son militantes, partidarios o acólitos del PP, que reciben sobornos o contratos de obra pública concedidos por altos cargos del PP, que son elegidos en las listas del PP, que son nombrados para cargos públicos por autoridades del PP, que organizan los actos del PP en campañas electorales, que financian esas mismas campañas del PP, y que piden el voto para el PP siempre que es necesario.
Es evidente que todo esto no tiene nada que ver con el PP.