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Cortafuegos

En la foto, mi abuelo, con mi padre, mi tío Juan y una amigo de la familia.

María Sánchez

Leyendo el último libro de Jenny Diski, Lo que no sé de los animales, una joya de ensayo que ha editado Seix Barral, descubro cómo se llama algo que he sentido tantas veces y que me ha rodeado en muchas ocasiones desde pequeña. En las primeras páginas, la escritora inglesa tira de bibliografía y nos aclara que el concepto domesticidad hace alusión al “conjunto de rasgos sociales, económicos e intelectuales que caracterizan a todas aquellas comunidades cuyos miembros contemplan como parte normal de sus vidas el contacto cotidiano con animales, a excepción de sus mascotas”. (Richard W. Bulliet); para luego contarnos un recuerdo relacionado con su infancia.

Diski niña se quejaba mucho de lo que le picaban los chalecos de lana con los que su madre la vestía, a lo que ella respondía que se dejara de lamentos, porque las prendas estaban hechas con las mejores lanas que se podían encontrar en Bruselas. La madre, que emigró con los abuelos de Diski desde el shetlt a Inglaterra, se había convertido en un sujeto posdoméstico. En su cabeza desaparecían por completo las que habían producido esas lanas, obviando así el paisaje dónde habían crecido y, entre otras cosas, qué factores eran los que daban al producto tanta calidad y valor para que se convirtieran en las mejores lanas de una ciudad. Sí, la madre de Jenny Diski se “había olvidado” por completo de las ovejas y del campo.

Traigo esto aquí porque no os imagináis la de ocasiones en las que he sentido desde pequeña que se reían cuando contaba que mi familia era de pueblo, que teníamos cabras y que hacíamos queso. Todas esas ocasiones que me he sentido ridícula de niña, avergonzada de mis raíces, cuando volvía del campo y alguien soltaba que “vaya tela, cómo hueles a cabra”. O cuando en mis círculos comenzaba a contar cosas del campo y de mi familia y me daba cuenta de que para nada les interesaba.

En este mundo en el que hoy en día está tan de moda lo rural son muchos los sujetos posdomésticos que se dedican a hablar en medios de ello. Por eso, la semana pasada, en unas jornadas sobre la España despoblada, en las que tuve el placer de formar parte junto a Julio Llamazares en un coloquio que trataba de la memoria de la España rural, me hizo tanta gracia cuando uno de mis escritores favoritos se proclamaba así mismo riéndose: “yo, el escritor rural, que llevo más de 30 años viviendo en el centro de Madrid.”

Solo nos veis cuando sucede una desgracia, cuando estamos a punto de desaparecer, cuando ardemos. Estamos tan acostumbrados a callar, que hablamos solos, como escribió el poeta gallego Uxío Novoneyra en Os eidos. Porque todo lo que ocurre en silencio, aunque no lo parezca, tiene vida. Y así, en la sombra y sin voz, han trabajado durante mucho tiempo hombres y mujeres de tierra y sangre en “los márgenes” de este país, dando forma e historia a un paisaje, cuidando y conservando sin reconocimiento ninguno nuestros territorios más preciados. El monte que arde es el que está solo, despoblado, abandonado, sin manos que lo cuiden porque las creyeron innecesarias y paletas, sin especies autóctonas ni animales que puedan pastorear, sin biodiversidad ni productos de alto valor, sin nada de nada porque, básicamente, algunos señores desde algunos despachos prefirieron “repoblar” con un ejército infinito de árboles, con un desierto verde completamente inútil.

Pienso en las manos de mi tío. Ganadero de extensivo, capataz del Infoca desde el año 92. Conoce cómo nadie el silencio de los montes, el olor a muerte entre llamas, el papeleo extenuante impuesto por esta administración que tanto sabe del campo sin pisarlo. Recuerdo, cuando el incendio de Aznalcóllar, su enfado y dolor al contarme que les era imposible acceder al fuego para apagarlo, porque no había ni siquiera un cortafuegos. Y como no dejaba de insistir en que las llamas prácticamente desaparecieron cuando llegaron a zonas ganaderas, zonas habitadas, zonas cuidadas.

Esa es mi patria, la de los hombres y mujeres que han estado muriéndose solos, cubiertos de musgo y pájaros esperando que alguien los descubriese, que empiezan a dejar de avergonzarse de lo que son y que al fin se imponen haciéndose oír, dejando miguitas por nuestros caminos, sí, aquellos y aquellas sin nombre y sin voz, los de las manos manchadas, los del sudor en la frente, los del olor a campo y regusto a tierra siempre mojada.

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