En este mundo lleno de información realmente ya no sé qué voy a buscar a ninguna parte. Quiero decir: supongo que en épocas menos codificadas nos sentábamos en el cine o en el teatro, o una sala de conciertos o en la cama con un libro y esperábamos que alguien nos dijera algo. Quizás hasta lo recuerdo: dejar mis cosas en la butaca de al lado esperando que la película me dijera algo, algo que le diera sentido a todo esto. Una venía de su vida de discusiones familiares, la oficina, colectivos desviados o amores que no arrancaban y la sensación era que la cotidianidad tenía poco texto: el arte, en cambio, tenía mucho, y eso era lo que una venía a encontrar. Ahora me pasa un poco al revés: llego al cine cansada de recibir datos y quiero que pase otra cosa, aunque no sepa ni bien qué. No se trata de distraerse ni entretenerse, no es escaparse de la negatividad o de la angustia, todo eso me parece bien. Lo que ya no quiero es que el arte sea texto; le pido, humildemente, que me conecte con una realidad no textual. Vengo a buscar lo que se encuentra en un templo. Que no solo no es escapismo, tal vez es todo lo contrario: en los templos no se habla de idioteces. Se habla de la historia, de la vida y de la muerte.
Como pasa con el amor y la aventura, los mejores encuentros son aquellos en los que una no entiende qué estaba buscando hasta que efectivamente se lo cruza, y eso me pasó hace unos días con El Jockey, la última película de Luis Ortega. El Jockey sigue a Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart), un jinete adicto a todo que por razones que nunca terminan de quedar claras está sujeto a las voluntades de un empresario que apuesta por él en las carreras. Tiene, además, una novia que también corre (Úrsula Corberó), mitad enamorada de él y mitad harta de él. Todo esto importa; importa para la película y le importa a Remo, pero es igual de evidente que estos compromisos económicos y afectivos no son todo lo que importa, ni para la película ni para Remo. Hay algo más, algo que está detrás de todo y en contra de todo: detrás del amor y de la droga, detrás de las carreras y de la adrenalina de escapar los mafiosos hay un hambre de velocidad y de experiencia que vendría a explicar todo lo inexplicable.
El jockey me hizo pensar en aquello que me molesta de que a todo hoy se lo llame “contenido”. La sensación que genera esa palabra y el modo en que la gente la usa es que el soporte de una idea da igual; las cosas se cuentan en cualquier formato; primero viene el mensaje, después alguna forma expresiva que hace simplemente de vehículo
El Jockey no es la primera película que explora la cuestión del hambre de vivir intensamente en relación con una pregunta por la identidad y por el sentido de la vida; está lejos de ser, por supuesto, la primera película en investigar la subjetividad de los que siempre tuvieron la certeza de que arder le ganaba a durar. Pero lo que es interesante es el modo en que la película llega a esos temas. No tengo idea de cuál fue el proceso creativo de Luis Ortega. No vi entrevistas con él, me interesa bastante menos que a nuestra época lo que los creadores piensan de sus propias obras (creo que la crítica era y es mejor cuando prescinde un poco de la adoración de los artistas), así que no estoy hablando de eso, sino más bien de los principios constructivos de la película.
El Jockey me hizo pensar en aquello que me molesta de que a todo hoy se lo llame “contenido”. La sensación que genera esa palabra y el modo en que la gente la usa es que el soporte de una idea da igual; las cosas se cuentan en cualquier formato; primero viene el mensaje, después alguna forma expresiva que hace simplemente de vehículo. No es grave cuando se habla así de periodismo, o de lo que sea que hacen los influencers y los streamers; pero es distópico que quienes producen arte (o quienes lo financian) digan que hacen “contenido”. Es aceptar sin más la reducción del arte a la comunicación. Los procesos por los cuales uno tiene que encontrar la manera de juntar dinero para su arte tienden a conducirnos en esa dirección, y es muy difícil que esos procesos no se derramen después sobre la obra: es difícil tener que hacer la “venta” de una película de un libro explicando los temas y que luego la obra no se vea, entonces, como un simple vehículo para un tema.
El Jockey no solamente evita eso, recordándonos, así, por qué es importante que siga existiendo el cine independiente, es que no tiene que pasar por un board de ejecutivos y un equipo de marketing para existir: El Jockey es una obra que llega a sus temas a partir del lenguaje del cine, de la filmación y la actuación. No es un formalismo vacío, ni un videoclip de dos horas: es efectivamente una película que habla de tópicos existenciales e incluso contemporáneos, aunque el link con la época sea oblicuo, pero lo hace siempre buscando desde las herramientas de su lenguaje. Se encuentra con el tema de la libertad a partir de los caballos, y no al revés; empieza por la imagen más que por la metáfora. La pregunta por el sentido de la vida aparece tanto en los momentos en los que el camino de Manfredini se bifurca como en la extrañeza profunda de un caballo japonés viajando en un avión.
En la actuación de Nahuel Pérez Biscayart pasa esto mismo; supongo (otra vez, no leí ninguna entrevista) que él debe haber leído y estudiado mucho sobre el mundo de los jockeys o la vida de celebridades glamorosas como Irineo Leguizamo, pero el virtuosismo que trae a la película no es el de la imitación, sino el de la búsqueda. A diferencia de esos actores que buscan un Oscar en el realismo milimétrico, Pérez Biscayart arma una performance completamente inventiva: en una película con poquísimo texto, la verdad que él porta de la cabeza a la punta de los dedos te cuenta todo lo que necesitás saber sobre Manfredini para emocionarte sin que entiendas necesariamente por qué. Ya leí un par de esos comentarios chapuceros que piensan que una película que no es explícitamente política es ociosa, escapista o reaccionaria, más “en estos tiempos”. No es que me importe darles entidad, pero les contesto porque me sirven para mi punto: en “estos tiempos”, no hay nada más contestatario que negarse a la dictadura del contenido y entregarse sin control a buscar la verdad en los materiales, antes que en la información.