Como golpe a la conciencia colectiva llega siempre la temida noticia de otra mujer asesinada por su pareja, víctima del horror de un nuevo crimen machista, vida segada por la violencia de género. Al dolor de los familiares y a la consternación de los vecinos se suma el sentir de una ciudadanía apesadumbrada, que tanto expresa su indignación como manifiesta su solidaridad, sentimientos que en definitiva revierten sobre una comunidad que no sale de su extrañeza cuando ve lo que se produce en su seno. Tal amalgama de sentimientos aún se intensifica más cuando la criminal violencia contra las mujeres alcanza a hijas e hijos convertidos en objetos de injusta y brutal venganza a manos de un varón enceguecido por la violencia que desata sobre quien es o fue su pareja. Algo muy profundo se quiebra en los cimientos de una comunidad que no puede sino expresar, junto al dolor, la insoportable sorpresa -por más que reiterada- de que tales hechos sigan ocurriendo entre sus integrantes. Sin embargo, suceden.
Desgraciadamente, crímenes machistas, muertes por violencia de género, se siguen produciendo después de décadas de empeño social y político por la igualdad de género, de leyes a favor de la misma y expresamente contra la violencia de género, de nuevos enfoques penales y de procedimientos judiciales respecto a crímenes machistas, así como de innovadoras prácticas policiales para protección de mujeres maltratadas o amenazadas por los hombres que son o fueron sus parejas. Todo ello son logros conseguidos por un movimiento feminista presente en las dinámicas sociales y capaz de haber hecho valer sus reivindicaciones en el campo político. Fue paso decisivo que la violencia de género se sacara de las sombras de la vida privada para ponerla bajo los focos de la esfera pública, como cuestión que ahí debe estar, por más que surja desde los ámbitos de convivencia de las vidas personales, toda vez que atañe a la dignidad de las mujeres y a sus derechos, empezando por el derecho a la vida. Pero, aun con todo ello, un clamor emerge desde la sociedad ante la dura realidad de los asesinatos de mujeres que se siguen produciendo, incesante goteo de una barbarie que debe ser erradicada de una realidad social que ha de estar a la altura de la dignidad humana y del nivel civilizatorio que marca la exigible igualdad entre mujeres y hombres.
Es atendiendo a dicho clamor social como se plantea la necesidad en nuestro país de un Pacto de Estado contra la violencia de género, como marco para adoptar nuevas decisiones políticas y medidas más eficaces para acabar con ella. Es cierto que los objetivos de igualdad de género ahí están como metas sociales y logros políticos que han de reforzarse entre todas y todos, por un lado, y que la violencia de género es conducta de individuos concretos, que debe ser sancionada penalmente, por otro. Pero el mismo tratamiento que se le da en el espacio público ya da a entender que, siendo cuestiones diferentes, guardan una relación que no ha de pasarse por alto.
¿Hasta qué punto contribuye a que se sigan dando tan execrables crímenes de violencia de género el que perduren pautas machistas en la cultura en que nos movemos? Esta es pregunta que no puede soslayarse. Por fortuna, obviamente, la “normalidad” de las relaciones entre hombres y mujeres comporta que sea en los señalados casos que conocemos cuando esas relaciones tienen el punto final de una muerte violenta. Pero tras la “normalidad” asoma la pregunta inquietante por las condiciones en que una criminal conducta violenta encuentra caldo de cultivo en una sociedad donde aún se dan notables cotas de machismo. Hay toda una lamentable gama de comportamientos en los que se vuelca ese machismo que en la violencia de género encuentro su extrema manifestación. Actos de acoso, palabras humillantes, faltas de respeto y, en general, conductas contrarias a la igualdad de género se presentan en un amplio espectro que indica que la equiparación, no sólo en derechos, sino en el trato entre hombres y mujeres, está lejos de ser realidad. Y es eso mismo, tan real, lo que resulta especialmente desalentador, máxime cuando se constata que incluso hay regresiones respecto a avances, sea en las instituciones, sea en las mentalidades. Se comprueba, por ejemplo, cómo, tras mucho tiempo y esfuerzo dedicados a educación para la igualdad, hay retrocesos al respecto entre nuevas generaciones de adolescentes.
Los comportamientos machistas que siguen dándose en nuestra sociedad hunden sus raíces en el registro profundo de una cultura patriarcal que viene de mucho tiempo atrás. Los cambios producidos, desde el reconocimiento de derechos hasta la educación, desde la vida cotidiana a las instituciones, han sido notabilísimos, lo cual prueba que el patriarcalismo otrora dominante está en proceso de desmoronamiento. Sin embargo, sus focos de resistencia son a su vez muy fuertes, y no sólo por su anclaje en factores objetivos, sino por su enraizamiento en factores subjetivos, en especial las actitudes que configuran el síndrome de rasgos psíquicos mayoritariamente presentes en una colectividad, eso que Erich Fromm llamó carácter social. Este y, por consiguiente, los caracteres individuales que mediados por él se configuran, cambia más lentamente que las mismas instituciones o el orden legal que las acompaña. Es decir, perdura un carácter social machista que, aunque amortiguado en sus expresiones, sigue siendo matriz de comportamientos contrarios a la igualdad de género.
Es constatable el peligroso desfase que se produce entre el ámbito sociopolítico, con sus avances, y lo que realmente sigue siendo núcleo duro de la cultura, aunque quede oculto por mecanismos represivos. Tal distancia provoca incluso que se acentúe la inseguridad en muchos varones, los cuales, ante la zozobra por el declive de las mismas figuras patriarcales a las que quisieran agarrarse, se decantan hacia conductas autoritarias de dominio respecto a la mujer. La caída del patriarca encuentra patológica compensación en una aún más desmedida autoafirmación del “macho”. Entre la realidad de los valores proclamados y lo real de viejas actitudes consolidadas se abre el hueco de lo que el psicoanalista Lacan consideraba el amplio campo de lo simbólico, terreno en el que la realidad social se ordena significativamente.
Nuestra cultura va saliendo, gracias a la lucha emancipadora de las mujeres, del orden patriarcal, pero aún no ha construido un orden simbólico igualitario en el que el carácter de los individuos encuentre tupido telón de fondo para construcciones de identidad no machistas. Conseguirlo es tarea de largo recorrido, en la que hay que luchar contra los mismos fantasmas de un patriarcalismo que se desmorona, pero que no por ello deja de alentar los estragos de un machismo tremendo y a veces terrible. Alcanzar las metas de ese recorrido supondrá dejar atrás ese “contrato de servidumbre” que, como denuncia desde hace años Celia Amorós, lastra la convivencia social haciéndola radicalmente injusta por el sometimiento de las mujeres a los varones, para pasar a una efectiva relación entre iguales: hombres y mujeres emancipadas, capaces del pacto social y político para relaciones de igualdad entre géneros, amparadas por las leyes necesarias y sostenidas por la cultura antipatriarcalista que hay que conformar como tarea feminista que es asunto de todas y todos.