En esta crisis podemos distinguir dos fases: la primera ha consistido en empobrecer al personal, en abolir derechos que había costado mucho tiempo conseguir, y en hacernos creer que la precaria situación a la que habíamos llegado no era culpa de la avaricia de los banqueros y de la corrupción de los políticos, sino de nuestra mala cabeza: durante varios años habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora llegaba la tía Paca Merkel con la rebaja.
En el caso de España la crisis ha tenido en esta primera fase sus propias peculiaridades: ha sido aprovechada por el PP para aniquilar la educación y la sanidad públicas que por su altísima calidad habían impedido hasta ahora hacer negocio a la empresa privada.
La segunda fase, en la que estamos entrando, es la fase del recochineo. Tras cinco años predicando la austeridad y el ahorro de gastos sociales, los apóstoles del recorte —el FMI por boca de Christine Lagarde y el Eurogrupo por boca de Jean-Claude Juncker— han empezado a reconocer lo que los ciudadanos llevamos gritando varios años: que la austeridad sólo ha conseguido agravar el sufrimiento, perpetuar la recesión y eliminar todo atisbo de esperanza.
¿Sólo nos dábamos cuenta nosotros, que no tenemos preparación económica, o también se estaban dando cuenta ellos, que tienen más información, y han evitado darnos la razón porque en realidad no están a nuestro servicio, sino al servicio de intereses que no pueden confesar?
En España, que todavía es un país más feudal que capitalista, la fase del recochineo está tenido perfiles más groseros que en el resto del mundo. Aquí el recochineo no consiste en un cambio más o menos sutil de opinión, sino en todo lo contrario, en hacer ostentación de los privilegios y las injusticias cometidas.
La contratación del imputado Rodrigo Rato por Telefónica, la empresa que él se encargó de privatizar; el descubrimiento de que Güemes, exconsejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, trabaja ahora a sueldo de la empresa que favoreció en su etapa como político; y la impunidad con que los Duran i Lleida han reconocido sin consecuencias políticas ni penales que su partido se financió ilegalmente con fondos públicos destinados a la formación de los parados indica que los políticos y el capital han periodo el poco temor y la escasa vergüenza que les quedaba.
Si al principio de esta crisis iban con pies de plomo, temerosos de que su contrarreforma provocara en algún momento un estallido de violencia, ahora ya han descubierto que más allá de nuestros gritos y de nuestros tuits somos incapaces de hacer nada contra ellos, que todo está atado y bien atado, y que además de estafarnos pueden exhibir ufanos su botín de guerra.