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Opinión - ¡Nos comerán! Por Esther Palomera

La crisis nacional, disparate a disparate

Hace unos días el periódico El País publicaba en portada una carta A los catalanes de Felipe González y no le hizo ningún favor al expresidente. Decía ser “a los catalanes”, pero no lo era; era contra esos catalanes que quieren la independencia e iba dirigida realmente a los españoles no catalanes.

La carta del expresidente del Gobierno no pretendía que quienes hoy desean independizarse de esta España reconsiderasen su postura sino descalificarlos a ellos y a sus dirigentes ante la ciudadanía española. Porque es imposible que alguien pretenda realmente convencer a otras personas faltándole al respeto y ofendiéndolas. González dice escribirle a personas que participan de lo que llama “lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado”. Es decir, a fascistas seguidores de Mussolini o nazis seguidores de Hitler. Escojan ustedes.

Ni que decir tiene que Mussolini y Hitler sumados son el president Mas, que los tiene engañados –“el señor Mas engaña a los independentistas y a los que han creído que el derecho a decidir (...)”– y seducidos –“en realidad tratan de llevaros, ciudadanos de Cataluña, a la verdadera ”vía muerta“ de la que habla Mas (…)”–.  Y se pregunta: “¿Cómo es posible que se quiera llevar al pueblo catalán al aislamiento, a una especie de Albania del siglo XXI?” Impresiona que quien fue presidente del Gobierno de España tantos años se refiera a la sociedad catalana de forma tan descalificadora y despreciativa y a la propia Catalunya con tal menosprecio. Es prácticamente imposible que desconozca las características y las capacidades de esa población y de ese país, es imposible que sea tan ignorante, que no haya estado alguna vez allí en tantos años. Hay que entender que los descalifica para ponernos a los demás ciudadanos en su contra.

González hace que resulte incomprensible a estas alturas defender en Catalunya a un PSOE que, empezando por el secretario del PSC, respalda sus palabras. Y desde luego nadie que viva allí y que no esté cegado por la ideología o la ira puede compartir tales disparates, aunque cuesta ser ciudadanos libres y no súbditos engañados en medio de esta guerra sucia. La mentiras contra el rival pretenden despertar animadversión personal, destruyen la democracia y son formas de la política autoritaria, que utiliza el odio para conservar el poder.

González se muestra como alguien perdido en la historia, o más bien en su historia, y tan desorientado que hace daño a ese país al que dice querer servir. Le falta al respeto al mismo cargo que ejerció y que invoca cuando ofende a una parte de la población a la que representó y sobre la que gobernó, pero también nos ofende a los demás cuando nos toma por tontos. Su propósito de hacer propaganda innoble y no de razonar es tan evidente que no corresponde siquiera entrar a discutir el resto del argumentario de su carta, es pura guerra ideológica contra una facción contraria.

Es, por ello, lógico que ni siquiera se moleste en situar un asunto de Estado tan complicado y delicado en su verdadero contexto, en la dialéctica entre una parte de la ciudadanía catalana, que excede con mucho a los nacionalistas, y los poderes económicos, políticos y administrativos que detentan el Estado desde Madrid. Se puede estar de acuerdo o no con una parte u otra en un conflicto que comienza con boicots y recogidas de firmas anticatalanistas, que acabó con la sentencia del Constitucional por un voto y que desencadenó la rabia casi unánime de los catalanes que vieron como se cerraba cualquier camino a ser reconocidos como nación dentro de esta España. Pero la consecuencia es la crisis de Estado a la que se ha llegado.

La utilización por parte de la derecha española del nacionalismo españolista frente al nacionalismo catalanista, acompañado en parte por el PSOE en distintos momentos, ha conducido a un camino sin salida en el que el PP y el Estado se parecen mucho y en el que la máxima institución jurídico política, el Tribunal Constitucional, no solo se ha transformado en un instrumento puramente político sino que, además, está al servicio de un partido.

González avisa a los catalanes, pero también nos avisa a los demás: “Pueden creerme. No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir”. Se refiere a los actuales gobernantes, Rajoy, Fernández Díaz y al candidato del PP en Catalunya, García Albiol. Éste ya ha sacado la porra partidaria, es decir su Tribunal Constitucional. Su advertencia es tan ominosa como clara: “La broma se ha terminado”. Y es que, primero, hay que destruir la imagen del enemigo y, a continuación, se le golpea y se le mete preso. Ahora van a por éstos, aguarden en sus casas que ya vendrán por los demás.

Omitir, como hace González, esa cadena de hechos anteriores y ese contexto para tratar de ese conflicto es engañar descaradamente. Como lo es presentarse como valedor del reconocimiento político de Catalunya dentro de España. Además de hemerotecas, algunas personas tenemos algo de memoria y recordamos, por ejemplo, el 23F, lo que se pactó con los golpistas y sus consecuencias. Cualquier relato de lo ocurrido en esos días que omita que tras el golpe de Estado González y Guerra pactaron con la UCD de Leopoldo Calvo Sotelo la reforma del reglamento del Congreso, para que el grupo parlamentario del PSC se disolviera en el del PSOE, y que su Gobierno redactó inmediatamente una ley para disolver políticamente la autonomía, la LOAPA, que el propio Tribunal Constitucional de entonces declaró inconstitucional (aún no era el de Rajoy y Albiol).

La maniobra de hace unos meses para formar una coalición PP-PSOE no funcionó, la dirección actual será lo que sea pero vio que suponía su inmolación inmediata y la del propio partido, pero los entendimientos de hierro en torno de tres puntos, la Corona, el sistema de poder económico vigente y la estructura del Estado controlado desde la corte es evidente que existen.

Pero esos pactos de hierro no ocultan la evidencia: el fracaso del Estado. Y, lo más profundo y de dimensión histórica, el fracaso nacional español.

¿En qué momento comenzó esta crisis de Estado, en la segunda legislatura de Aznar, con el boicot al cava, cuando Rajoy comenzó a recoger firmas contra los catalanes, cuando Guerra sacó el cepillo, cuando tres magistrados del Constitucional acudieron a fumarse un puro al ruedo ibérico de la Maestranza sevillana, cuando Albiol entró en el Constitucional…?

¿Pero es que no hay otra España? ¿Y no la habrá nunca, es imposible? Pues entonces…