Me pregunto si podría afrontarse la cuestión catalana como si fuese una crisis de pareja. Podría empezar así: “No recuerdo en qué momento empezaron las discusiones, cuando fue la primera vez que nos faltamos el respeto, no creo que valga la pena recordar si cuando me has visto débil has intentado dejarme...”
España, que siempre ha sido un pueblo capaz de lo mejor y lo peor, tiene crecientes motivos para la preocupación. En 2014 el reto independentista catalán pone sobre la mesa una nueva cuestión que excede las capacidades de las meigas: el reto de acometer entre todos una profunda revisión del modelo de Estado y de las relaciones de éste con las diferentes autonomías.
Estoy seguro de que muchos de ustedes atesoran experiencia personal para afrontar con éxito crisis matrimoniales propias o cercanas. Imagino que habrán necesitado ser asertivos. E imagino que han puesto en valor su capacidad de autocrítica, que han necesitado asumir responsabilidades y errores ambas partes, y que han sabido ceder, sacrificando incluso un poco de orgullo, a favor de intereses más elevados.
En este nuevo episodio, España comienza tímidamente a apelar al amor y no a otros conceptos vigentes e imprescindibles pero ya desgastados como la empatía o la solidaridad. Aplaudo esta vía, pues escuchar los latidos del corazón del pueblo, de la mayoría silenciosa, es, en todo caso, mucho más adecuado para marcar el paso político que el estridente e inhumano “plin” de las cajas registradoras.
España debe luchar con todas sus fuerzas por reconquistar a la bella Cataluña y defiendo que la España de a pie se engalane y luche. La sociedad catalana está siendo fracturada, sometida a unas dosis de estrés y enfrentamiento que creíamos olvidadas desde el día en que pactamos nuestra convivencia en 1978. Las tesis de que es una huida hacia adelante o de que en realidad sólo se busca un pacto no tranquilizan a quienes tenemos a los catalanes por un referente modernizador y vanguardista de nuestro país. No es honesto permanecer callados ante un pulso que se vende desde la Generalitat como un avance democrático pero que encierra todos los componentes de una moderna tiranía, que separa a los catalanes entre buenos o malos en función de si sucumben o no a los sueños de una Cataluña independiente.
El gran profesor Francesc de Carreras escribía estos días que “los nacionalistas crean fantasmales diferencias en lugar de cultivar las evidentes similitudes”. No deja de ser curioso que un partido de izquierdas como Esquerra Republicana de Cataluña se ofrezca a Convergencia i Unió para blindar una consulta ilegal y no para poner freno al desmantelamiento de los servicios públicos o para luchar contra su precarización.
Pero quiero ir más allá. Quizá si a Cataluña no le interesa España es porque España se ha perdido el respeto a sí misma. A nadie le motiva formar parte de una sociedad tolerante con la corrupción, que deja en la cuneta a los que más sufren y en la que fondos sin nombres ni apellidos se van adueñando paso a paso de los sueños de falsa prosperidad que la generación engañada ya no puede asumir. Pero que nadie se llame a engaño. Cataluña también ha participado activamente en el debilitamiento paulatino de sus servicios públicos o de sus instituciones. Nadie que nos haga una radiografía fiel sería capaz de disociar a catalanes de madrileños o valencianos en esto tampoco. Cataluña es, en fin, también sur de Europa, aunque esté en el norte de España.
Y es que cuando nuestra jet set del maletín se encontraba en Suiza o en Andorra no tenían ningún problema en brindar con caldos de la tierra, bien fueran del Penedés o de la Ribera del Duero. Brindaban por su dicha que no era la nuestra, por sus cuentas rebosantes que nada tenían que ver con nuestros números rojos e iban edificando en su tablero de ajedrez fronteras como coartada que cimentaban nuestra distancia.
España en esta ocasión debe sí o sí vestirse de etiqueta para reconquistar a los catalanes de a pie porque esta es la relación que ambos tácitamente hemos aceptado.
¿Por qué no pensar en un referéndum, este sí legal, inclusivo y propositivo, en el que toda la sociedad española se posicione sobre la posibilidad de abordar una reforma de nuestra Constitución que la ponga al día? Debemos respetar la ley y sus procedimientos, porque no hay democracia del mundo que se valga sin ellos.
¿Por qué no acometer una reforma del Senado para convertirlo en una institución que represente verdaderamente a las 17 comunidades autónomas y a sus dos ciudades autónomas y en el que el Estado proteja y garantice el desarrollo armónico y plural de todas ellas? Una cámara, cercana a la gente, que genere beneficios para todos creando sinergias y optimizando recursos. Añadamos como conditio sine qua non que España desde esta institución se comprometa a gestionar y maximizar cada euro público con rigor, transparencia y sin caer en la bilateralidad.
Démonos otra oportunidad la gente normal, encerremos a quienes nos avergüenzan y obligan a exagerar nuestras diferencias advirtiéndonos de que son irreconciliables.
Apaguemos las luces para amarnos con pasión, sin miedos, con respeto, reviviendo nuestros mejores momentos, dejemos llevarnos por la noche y, al alba, razonemos juntos que lo mejor que le puede pasar a la criatura que alumbremos es que su familia duerma siempre bajo el mismo techo constitucionalizando sus singularidades.
Porque en el fondo la cuestión catalano-española, salvo licencias literarias, no es ni puede ser tratada como una relación de pareja sino en el contexto de una nueva y vigorizada España federal.