Si repasamos los periódicos de las últimas semanas, podremos observar de inmediato que abundan, y cada vez más, los artículos, editoriales, tribunas, etc. que subrayan las incertidumbres políticas y las turbulencias financieras que traería consigo, al parecer de manera inexorable, un abandono de la Unión por el Reino Unido. Escasean en cambio, los análisis dedicados a las incertidumbres políticas y turbulencias financieras que un resultado pro unione podría también acarrear. Y así como en aquel caso tales incertidumbres y turbulencias parecen ser una posibilidad real y objetiva, así también una permanencia del Reino Unido en la Unión no hará desaparecer por arte de magia las incertidumbres y turbulencias que ya han provocado en el entramado de la integración europea, más allá del resultado del referéndum del próximo día 23, tanto las exigencias del Premier británico, David Cameron (para dedicarse “en cuerpo y alma a apoyar la permanencia de Reino Unido en una Unión Europea reformada”, según reza la carta remitida el pasado noviembre al Presidente del Consejo Europeo), como la respuesta a las mismas (en febrero) por los Jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de la Unión.
Leyendo un reciente artículo sobre el Brexit de John Carlin (dedicado a la incidencia en el referéndum del asesinato de la diputada Jo Cox), me vino a la cabeza, al recordar sus escritos futboleros, cómo el debate británico, desde el momento mismo de su incorporación en abril de 2015 al manifiesto electoral del Partido Conservador, bien podría compararse a un anuncio por Ronaldo o por Messi (o similares mega-estrellas del mundo del fútbol) planteándose seriamente el abandono de sus respectivos clubs, en búsqueda de más millones de euros, o de mayor cariño o protagonismo.
Es evidente que un cambio de aires de semejantes fenómenos balompédicos provocaría, al igual que un abandono de la Unión por el Reino Unido, un torrente de incertidumbres y turbulencias (tanto estrictamente deportivas –reconfiguración de las plantillas– como financieras –en el mercado del fútbol–), con proyección no sólo ad intra, sino también ad extra.
Pero tan evidente como lo anterior es que una hipotética renovación del compromiso con sus respectivos clubs no lograría disipar, sin más, las incertidumbres y turbulencias provocadas por la desafección ya anunciada.
¿O es que alguien se atrevería a descartar siquiera la posibilidad de un cierto malestar en el interior de las respectivas plantillas, vinculado al desequilibrio salarial y de egos a su vez provocado por unas renovaciones conseguidas a golpe de talonario (principal motivo inspirador de los desafectos, por mucho que suelan disfrazarse con ropajes de tipo emocional)?
Y, ¿qué decir de la afición?; ¿alguien podría sostener que la renovación a cambio de un buen puñado de euros no tendría ni la más mínima incidencia en el corazón de unos aficionados que, identificados con un escudo y unos colores, tenderían probablemente a interpretar semejante actitud de sus ídolos como una manifestación de deslealtad, cuando no de traición, hacia el club de sus amores (y también de los amores, dicho sea de paso, de las propias mega-estrellas, que en más de una ocasión aluden el día de su presentación a su sueño hecho realidad, habida cuenta de su adoración desde la cuna por el escudo y los colores que ahora vendrían a representar…)?
Volviendo sobre el Brexit, cierto es que similar amor tempranero hacia la integración europea nunca existió por parte de los británicos (recordemos que ya en 1974, el Premier de signo laborista, recién llegado al poder apenas un año después del ingreso del Reino Unido en las entonces Comunidades Europeas de la mano de un gobierno conservador, convocó un referéndum sobre la permanencia que se saldaría con un apoyo tajante del electorado a la misma, tras haber conseguido concesiones de sus socios europeos en materia de importación de productos lácteos procedentes de Nueva Zelanda y de participación británica en el presupuesto comunitario).
No deja de sorprender, sin embargo, que tal ausencia de afecto desde la más tierna infancia se haya llevado ahora hasta el punto de negar la más mínima identificación con el proyecto europeo, cuyo objetivo dinámico siempre fue la búsqueda de “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos”. Es más, la solemne afirmación de los Jefes de Estado y de Gobierno de todos los países miembros según la cual “se reconoce que el Reino Unido, habida cuenta de su situación específica conforme a los Tratados, no se ha comprometido a una mayor integración política en el seno de la Unión Europea”, conviniendo los firmantes de la declaración en la necesidad de “aclarar”, con ocasión de una futura reforma de los Tratados, “que las referencias a una unión cada vez más estrecha no se aplican al Reino Unido”, ¿no constituye sino uno de los mayores atentados, en términos conceptuales, contra los propios cimientos de la integración plasmados en la Declaración Schuman de 1950, posteriormente recogidos en los Preámbulos de los Tratados de Roma de 1957, y hoy ratificados en el mismísimo artículo primero del Tratado de la Unión (“el presente Tratado constituye una nueva etapa en el proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”)?
Así las cosas, ¿se imagina el lector una Unión Europea liderada a partir del 24 de junio, tal y como defendía recientemente el exPremier Gordon Brown, por el Reino Unido?; ¿no sería algo parecido a imaginar al Real Madrid de las once Copas de Europa guiado por la autocomplacencia?, ¿o al Barcelona alumbrado por Johan Cruyff identificado con el catenaccio?
Más allá, en fin, de la riqueza imaginativa de cada cual, no resulta desde luego osado vaticinar que una vez sembrado el viento por los británicos, nos tocará a todos los demás, con o sin su compañía, recoger las tempestades de la desconfianza en un proyecto que ya hace tiempo hace agua en varias de sus líneas y que, más que necesitado de reajustes, parece implorar una refundación.