Vamos a intentarlo. Vamos a imaginar cómo hubiera sido una Cristina Cifuentes a quien le importara la cultura. Que se la tomara en serio. Aunque solo fuera un poco. Que entendiera que la rentabilidad de la cultura no solo se mide en términos económicos, sino también por su capacidad de crear lazo social. Que supiera que la cultura es conocimiento, es alegría, es hacer cosas juntos por el simple placer de hacerlas. O que, incluso, solo por mero cálculo, hubiera asumido que el ejercicio de la creación y del conocimiento genera beneficio. Cómo hubiera sido, en definitiva, una Cristina Cifuentes que hubiera dicho basta y hubiera puesto el punto final a más de veinte años de indiferencia y desprecio institucional hacia la cultura en la Comunidad de Madrid.
Podríamos intentar imaginarlo, pero es muy difícil. Ya lo anticipaban los escasos párrafos dedicados a la cultura en el programa del Partido Popular o los sucintos doce puntos del programa de Ciudadanos, algunos acertados pero carentes de un modelo meditado. Lo ha corroborado el pacto de gobierno entre ambos partidos, que ha tenido como resultado una única mención a la cultura en su hoja de acuerdos y su relegación a una Oficina de Cultura y Turismo dependiente de la Consejería de Presidencia.
En su discurso de investidura, Cristina Cifuentes, quiso hacer creer que la cultura y, sobre todo, el turismo, son tan importantes que han de ser transversales y estar cerca del corazón del Gobierno. La realidad es que se ha desplazado la cultura a una simple Oficina sin autonomía. A un limbo jerárquico donde tendrá solo la importancia que la Presidencia quiera con discrecionalidad otorgarle. Y, sin duda, llevar cultura a Presidencia, es un movimiento que pretende poner en escena un especial interés en un sector que tiene importantes desavenencias con el gobierno central. Una vez más la cultura se pone al servicio de la construcción de una imagen política. Concebirla como algo que solo sirve para rentabilizarse en términos políticos, impide abordar la cultura a partir de un planteamiento integral sobre qué se necesita en el sector y sobre cómo poder generar un tejido rico que no sea dependiente de las instituciones.
Esta decisión es coherente con los más de veinte años de gobierno del Partido Popular en la Comunidad de Madrid en los que jamás ha habido una política cultural. O, si la ha habido, su principal finalidad ha sido extraer beneficios económicos y políticos inmediatos a través de procesos de especulación urbana, de marketing y de inversiones megalómanas: invertir en infraestructuras, no en contenidos; invertir en grandes titulares, no en redes de creación. No ha habido una política cultural que piense en qué necesita y quiere la gente que disfruta con la cultura, y en qué demandan y sugieren las y los profesionales del sector.
Podríamos haber imaginado a otra Cristina Cifuentes. Podríamos haber imaginado a aquella a la que el discurso y la imaginería de la campaña del Partido Popular nos han querido presentar: una adalid del cambio. Desgraciadamente, y pese a que en términos de imagen asume con desenfado ese papel, en cuanto bajamos a la arena de la política descubrimos un proyecto de gobierno idéntico al de sus antecesores. La continuidad en el desprecio a un enfoque serio de la política cultural tiene su correlato en un modelo económico basado en la construcción y en las infraestructuras que, probablemente, beneficien a las mismas élites madrileñas.
La Cultura es un tema clave y es un asunto que debe tomarse muy en serio. Se necesita un proyecto, un enfoque integral y un modelo para la región. Las instituciones públicas deben intervenir para contribuir a consolidar un ecosistema de la cultura que funcione. Para ello no es suficiente una limitada Oficina de Cultura y Turismo, donde la cultura siga ocupando un lugar subsidiario y decorativo. Es imprescindible una fortalecida Consejería de Cultura y Comunicación que se plantee las reformas de calado que viene reivindicando el sector durante demasiados años: replantear el Consejo de Cultura para que deje de ser un órgano testimonial y desaprovechado, crear y aplicar un código de buenas prácticas para las instituciones públicas, adaptar y actualizar las ayudas públicas a las necesidades del sector, contemplar de manera audaz y transparente los mecanismos de colaboración público-privada, abrir las instituciones culturales a la gente y a los profesionales de la cultura o acabar con la precarización del sector y con la privatización de la gestión de los espacios culturales públicos.
Si Cristina Cifuentes hubiera encarnado realmente esa renovación que abandera, quizás la cultura habría podido ocupar el lugar estratégico que le corresponde. Un lugar desde donde poner en marcha el proceso de transformación cultural que necesita nuestro país. Porque la cultura son los libros, las películas, las series de televisión, los videojuegos, el teatro, la danza, las y los creadores, sus públicos; pero, sobre todo, la cultura es lo que nos permite acercarnos a la comprensión de lo que somos, de lo que tenemos en común con los demás y construirnos como sujetos y como sociedades. La cultura es sustancialmente empática, y eso construye ciudadanía. Todo esto no se hace, ni siquiera es posible imaginarlo, desde el rincón de una Oficina.