15 de septiembre de 2008, el día cero:
El cuarto banco de inversión de Estados Unidos y una de las entidades con más solera de Wall Street se declara en bancarrota. Quiebra Lehman Brothers. Nadie acude a su rescate. La Reserva Federal y el Tesoro de Estados Unidos miran hacia otro lado. Es lunes, el día cero. El último en la prolija historia del decano de la banca americana. Su mala praxis, las conductas reprobables de algunos de sus directivos y su idea de hacer negocio con las hipotecas subprime precipitan, entre otras razones, el cierre de la entidad. Se inicia, como se demostrará a la postre, uno de los capítulos más oscuros de la economía norteamericana cuyos efectos se dejaron sentir, casi como por efecto dominó, en el resto de economías del mundo.
Es el preámbulo de una crisis que, en realidad, empezó a gestarse durante el verano de 2007, cuando la debacle hipotecaria en Estados Unidos forzó a la Reserva Federal, y también al Banco Central Europeo, a “inyectar liquidez” en el sistema bancario con el objetivo de garantizar “el funcionamiento ordenado de los mercados financieros”. Así justificó la Fed su intervención, en un intento por apaciguar los mercados y enviar un mensaje de tranquilidad a las bolsas. Un mensaje que marcó, por una parte, el inicio de la “Gran Recesión”, cuyas causas trascienden estas líneas y precisarían de un análisis mucho más extenso, y que supuso, por otra, la emergencia de una neolengua que articularía el discurso económico de toda una década.
A estas alturas, no cabe duda de que la crisis ha constituido un laboratorio lingüístico desde donde se han testado toda clase de aproximaciones discursivas para su construcción narrativa y, ¿por qué no?, para mostrar la cara B de un capitalismo en constante mutación. Pero ésa es otra historia… Y es que en el curso de esta década, la crisis ha generado su propio relato, una historia interminable que este 15 de septiembre, coincidiendo con la caída de Lehman Brothers, ha cumplido diez años, marcada, semánticamente hablando, por la plasticidad del lenguaje para acomodarse a realidades ajenas e inaprensibles hasta la fecha.
Así es como a lo largo de estos años el discurso público, y más en particular el periodismo económico, han sucumbido al storytelling, esto es, al poder de las historias como herramienta para acercar los complejos procesos y términos de una crisis que ha ido adaptando su guión de acuerdo con los vaivenes financieros del momento. Véase, la prima de riesgo, la intervención de la troika y sus “hombres de negro”, el no-rescate de Islandia, las dudas en torno al euro… Es, además, la historia de un decenio dotado de su propia lógica interna, y de una retórica que no ha escatimado en recursos (expresivos) para hacer más accesible, más cercana o más inteligible una batalla que se libraba en los grandes mercados, pero cuyos efectos se dejaban sentir también sobre las mermadas economías domésticas. Es precisamente aquí, en la intersección entre dos campos distintos, entre “los mercados” y “el supermercado”, donde la crisis ha revelado sus efectos más perversos, a través de representaciones en torno al desclasamiento de la clase media trabajadora. Sirvan de ejemplo los testimonios de “desahuciados”, “parados” y “trabajadores pobres” que a lo largo de estos años han mostrado a través de sus historias el alcance del crash más allá de las cifras y de la evolución de los principales indicadores económicos al confrontar a estos sujetos con otra crisis, la de sus propias expectativas. Es en estas representaciones donde reside el poder del lenguaje y, más en concreto, de la retórica como estrategia para la generación de marcos interpretativos desde los que poder hacer más comprensibles, o menos, según interese, fenómenos económicos de naturaleza abstracta como la crisis: la crónica de una quiebra anunciada.
En este sentido, las metáforas han gozado, por ejemplo, de un papel protagonista en la articulación discursiva de la crisis y han sido ampliamente utilizadas para ilustrar, por ejemplo, las “sacudidas de los mercados”, el “hundimiento del crédito”, el “contagio” producido a través de los “activos tóxicos” o “la explosión de la burbuja inmobiliaria”. Ampliamente estudiadas desde tiempos de Aristóteles, estas figuras salpican el lenguaje cotidiano y dejan al descubierto la visión del mundo de quien las enuncia. Así lo confirmaron Lakoff y Johnson en Metáforas de la vida cotidiana y así le sucedió, por ejemplo, al director de la Fundación del Español Urgente (Fundéu BBVA), Joaquín Müller, en la presentación del VIII Seminario Internacional de Lengua y Periodismo celebrado en 2013. Mientras Müller vio en la crisis “una fértil fuente de enriquecimiento de la lengua española”, el común de los españoles, sometido al yugo de las políticas de austeridad, hablaba de “recortes”, de “apretarse el cinturón” o se lamentaba por “haber vivido por encima de sus posibilidades”. A léxico más rico, bolsillos más pobres. “Podemos decir que, mientras golpea duramente a nuestra sociedad”, seguía Müller, “la crisis, a la que ya no ponemos apellido, enriquece enormemente nuestra habla”, justificando que al contrario que la economía, la lengua no está en crisis. O, al menos, de momento, pese a que la incertidumbre, la inseguridad y el riesgo marcan la agenda postcrisis y la inestabilidad parece la única certeza.
También los eufemismos han tenido su lugar en estos años de “desaceleración”, de “recesión” y de “crecimiento negativo”, aka de CRISIS, y han servido para enmarcar este acontecimiento en un lenguaje aparentemente neutro que exonera de toda responsabilidad y que ha transformado por completo nuestro horizonte de posibilidades. Sucedió, por ejemplo, con los “préstamos en condiciones favorables”, la “línea de crédito” y el “apoyo favorable” con el que se pretendió enmarcar (y enmascarar) el rescate a la banca. O con las “medidas de emergencia” decretadas por la Reserva Federal ante la crisis de liquidez que, en su traducción europea, se convirtieron en “políticas de austeridad” y en “reformas estructurales”. En una palabra, recortes, que mermaron las posibilidades de muchos jóvenes, impulsando la “movilidad exterior” y la metonímica “fuga de cerebros” tras la activación de las llamadas “medidas de ajuste”.
No obstante, hubo quienes en diciembre de 2014 dieron carpetazo a la crisis y empezaron a circular por lo que acuñaron como “la senda de la recuperación”. Un camino tortuoso, que comenzó con la recuperación del PIB, pero que aún hoy resulta intransitable para gran parte del “precariado” más joven, una nueva clase social que sortea como puede la incertidumbre laboral y que da muestras de la fragilidad y la brecha social que deja tras de sí una década de crisis.
Así en el último capítulo de esta década, la lengua se nos quedaba pequeña y aparecían neologismos como “sinhogarismo”, “aporofobia” o “austericidio” que venían a demostrar que la herida de la crisis todavía no había cicatrizado en España. Estas nuevas voces, y otras más como sinkies, mileuristas o treinteenagers, han servido para visibilizar epifenómenos de la mayor crisis de este siglo y dejar en evidencia la fragilidad de nuestra situación social.
15 de septiembre de 2018:
Diez años después, con una lengua más rica y una sociedad más empobrecida, parece que el caos financiero que se desató en 2008 no ha escrito todavía su punto final. Aun así, si algo ha caracterizado a esta década es la viveza del lenguaje para retratar una realidad social en constante diagnóstico y una crisis que al final parece que sí la pagamos.
Ahora, en la era post-Lehman, se habla de una “recuperación débil” como hace sólo unos años se habló de “brotes verdes”, pese a que España sigue sin recuperar a día de hoy los niveles de empleo y bienestar previos a 2008. Asiste, en cambio, a una “flexibilización del mercado laboral”, caracterizada por la existencia de fronteras cada vez más difusas entre el trabajo y la vida en un contexto en el que incluso la precariedad es susceptible de convertirse en negocio.
Y es que el “retroceso económico”, que se inició con el desplome de Lehman Brothers, ha dejado al descubierto una crisis a la que se suman cada vez nuevos apellidos: “sistémica”, “social”, “de valores”, “ecológica”… mostrando, como decía Adorno, que “nada hay que sea inofensivo”. Tampoco el lenguaje.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.