Tengo un jardín que es un parque público. Cumple perfectamente su cometido: anuncia la primavera con flores en los almendros, reverdece en verano, estalla en el otoño pleno de exuberancia y, a veces, hasta acoge nieve en invierno. Jardín público, mis cuadros favoritos colgados en el museo Thyssen –para mí y para otros–, todo el conocimiento a un clic si sabemos elegirlo. Y a estas alturas hemos aprendido mucho, eso es la experiencia. Solemos imaginar el paso del tiempo de forma diferente a como llega a ser. Y creemos necesitar mucho más de lo que en realidad precisamos.
Nacimos a mitad de un siglo, el XX, repleto de transformaciones, que dio un salto espectacular en la historia. Crecer en España entonces fue duro y más aún siendo mujer. El diseño consistía en casarse, formar una familia y perpetuar el modelo que impuso la dictadura cortando las alas de modernidades previas.
Nos pilló de lleno, sin embargo, una época que abría horizontes en lugar de cerrarlos. Las ingenuas primaveras de las flores proclamaban una libertad real y los franceses se inventaron un mayo para llevar la imaginación al poder. Fue una época expansiva en lo económico hasta que dejó de serlo, como mandan los cánones de la hegemonía reinante.
Llegó a España la democracia que disfrutaban otros. Lo hizo recortada por la mano que todo lo ensucia aquí. Fue arduo también pero valió la pena porque se alumbraron conquistas irrenunciables. Y luego la Europa soñada que se expandía en innumerables caminos, aunque tampoco ella cumplió todas las expectativas.
Vimos caer el Muro de Berlín –en mi caso en primera fila– y engrosarse de inmediato el occidente capitalista. España fue evidenciando que para edificar desde las cloacas hay que limpiar a fondo primero.
A los viejos de hoy –ancianos, mayores, como quieran– no se les puede pedir más de lo que han dado. Si el desgaste del tiempo respeta capacidades esenciales y están cubiertas las necesidades suficientes, la autonomía para disfrutar de la vida está asegurada. Tienta menospreciar la vejez.
La pandemia aportó la durísima lección de políticos desaprensivos que priorizaban las vidas rentables como si de un mercado de piezas se tratara. Imperdonable error: esta es la generación que rompió todos los clichés, sostuvo este país, viajó a conocer otros acentos, se apuntó a revoluciones hasta sin saberlo, a internet abrazándolo con pasión. La que inventó el rock que nos hizo de alguna forma inmortales. Y la que además ayuda a los hijos, cuida a los nietos, y al tiempo disfruta de placeres antaño negados a esas edades como el sexo y vestir y vivir como les da la gana.
Cierto que no todos. Algunos olvidan los sueños para aferrarse a una estabilidad ficticia cuando es la edad en la que apenas se tiene nada que perder por intentar nuevas aventuras. Ya no importan tópicos como que la arruga de la piel mata la belleza. Y emerge en cambio lo irrenunciable, lo que llena la vida.
Seguir luchando por un mundo mejor, quien se anime y tenga fuerzas. Atender a los seres queridos y a la familia social en un sentido amplio. Oponerse y denunciar con más brío lo intolerable. Y sin privarse de continuar amando, sintiendo mariposas en el estómago y el placer de los sentidos. Seguir viviendo hasta que el tiempo se acabe.