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La cuenta atrás para la humanidad (tal y como la conocemos)

Manifestación en Bruselas para que la UE sea más activa ante la 
crisis climática.

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Un grupo de destacados científicos especializados en cambio climático acaba de publicar un estudio que advierte que la humanidad se encuentra al borde de un desastre climático irreversible. El informe, de 2024, basado en el análisis y seguimiento de las principales variables biofísicas, ofrece una conclusión clara e inapelable: estamos avanzando en la dirección equivocada.

A primera vista, resulta desconcertante entender cómo un fenómeno como el calentamiento global —identificado hace más de un siglo, medido con precisión desde hace más de cincuenta años y ampliamente divulgado al menos desde la década de los setenta— esté resultando tan difícil de frenar. Los modelos utilizados en el estudio muestran que, de mantenerse las políticas actuales, la temperatura media global podría alcanzar los 2,7°C sobre los niveles preindustriales para el año 2100. Esta cifra excede por mucho el objetivo de 1,5°C establecido en los Acuerdos de París de 2015, un límite que la comunidad científica considera ya prácticamente inalcanzable.

La causa principal del cambio climático es bien conocida: las emisiones de gases de efecto invernadero, en particular dióxido de carbono y metano. La quema de combustibles fósiles es el principal vector por el que las emisiones siguen creciendo, aunque, como señala el informe, solo tres países —Estados Unidos, China e India— son responsables de la mitad de estas emisiones actuales. Si se analiza la responsabilidad histórica desde 1850, el investigador Jason Hickel ha demostrado que Estados Unidos y los países de la Unión Europea han sido responsables del 70% de las emisiones antropogénicas totales.

Paradójicamente, las consecuencias más severas del cambio climático afectan desproporcionadamente a las regiones más pobres del planeta, así como a los sectores más desfavorecidos dentro de los países ricos. El calor insoportable que se sufre en los países del Norte Global durante las cada vez más intensas y prolongadas olas de calor palidece al lado del hambre que provoca la destrucción de cultivos y otras formas de vida en el Sur Global. 

Durante los últimos dos siglos, la quema indiscriminada de combustibles fósiles ha disparado el consumo de recursos per cápita, inicialmente asociado a una mejora en el bienestar humano al reducir la pobreza. Sin embargo, el precio a pagar ha sido el desequilibrio de los parámetros del Sistema-Tierra que han hecho posible la vida en nuestro planeta. Estamos alterando las condiciones climáticas que caracterizaron al Holoceno, la era geológica que permitió el desarrollo de la agricultura y el florecimiento de todas las civilizaciones conocidas. Ahora estamos adentrándonos en terreno sumamente peligroso.

No parece que seamos del todo conscientes de ello. Según el último Eurobarómetro sobre cambio climático, el 17% de la población de la Unión Europea considera que el cambio climático es el problema más serio que enfrenta el mundo. En España esa cifra es también del 17%, aunque se queda lejos del 41% de Suecia, del 35% de Dinamarca y Países Bajos e incluso del 25% de Finlandia y del 24% de Irlanda. Es evidente que hay otros problemas serios como el desempleo, la inflación o la falta de acceso a la vivienda, por ejemplo, que pueden alterar más la vida cotidiana de la gente. Sin embargo, todos los problemas van a empeorar si seguimos recorriendo la senda del desastre climático. No son problemas que compitan entre sí, sino que se refuerzan.

A pesar de la gravedad de la situación, la respuesta de la sociedad sigue siendo débil e insuficiente. Esta parálisis no solo se debe al poder de las corporaciones del capitalismo fósil, sino también a la ignorancia generalizada y la falta de coraje político. El cambio climático, aunque conocido por casi todos, se ha convertido en un ruido de fondo que los líderes políticos mencionan sin profundizar realmente en sus implicaciones. Sin embargo, el dilema al que nos enfrentamos, por complejo que sea de gestionar, no es difícil de enunciar: la vida en la Tierra depende básicamente de la energía solar que impulsa el ciclo de la fotosíntesis y la cadena trófica. Durante los últimos dos siglos, sin embargo, hemos recurrido a una forma especial de esta energía: la fosilizada. Se trata de una anomalía energética en los aproximadamente 200.000 años de historia de la especie Homo Sapiens. Esta excepcionalidad nos ha proporcionado un enorme poder creativo, pero también un potencial de destrucción sin precedentes.

La única manera de abrir una ventana de esperanza es dejar de depender de estos combustibles fósiles, por muy difícil que parezca. Pero esto no implica un retroceso al pasado. La innovación humana y el desarrollo tecnológico nos permiten hoy transformar la energía solar en formas útiles de energía para mantener niveles de vida elevados. El verdadero desafío radica en la velocidad, la escala y la intensidad de los cambios que debemos implementar, algo que, aunque técnicamente posible, es políticamente desafiante.

La evidencia científica sobre el cambio climático y otros impactos ecológicos es abrumadora, en la dirección aquí comentada, pero no definitiva. En tanto el Sistema-Tierra es un sistema complejo, hay muchos aspectos que siguen siendo desconocidos para nosotros o que se predicen en rangos muy abiertos. Existe lo que llamamos incertidumbre científica. Y ante el dilema de actuar o no actuar, la prudencia es siempre la mejor opción. Básicamente porque si no actuamos y las previsiones más oscuras se cumplen –como vienen haciéndolo desde hace décadas–, lo que tenemos por delante es el desastre absoluto. 

El informe referenciado termina avisando de que en un mundo finito la propia noción de crecimiento ilimitado es una ilusión peligrosa. Aunque esta conclusión es sólida desde el punto de vista científico, choca con la realidad política, donde el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) sigue siendo el indicador estrella del progreso. Nos enfrentamos definitivamente a una colisión entre la lógica del límite biofísico y la inercia de un sistema político y económico que no sabe, o no quiere, detenerse.

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