Un cuerpo muerto no es un espectáculo (y otras reflexiones sobre 'Cometierra')
Hace un par de años tuve la oportunidad de charlar con el escritor de novela negra Antonio Mercero, a propósito de la representación de los crímenes machistas en la literatura. Según el autor de El final del hombre (Alfaguara) “da la impresión de que una víctima femenina sacude más que una masculina, por alguna razón que a mí se me escapa, y por eso los asesinos en estas novelas se fijan más en las mujeres que en los hombres”. No le falta razón: revisar buena parte de los catálogos dedicados a novela criminal es toparse con sinopsis en los que el motor de la narración y de la trama es el cuerpo desaparecido, o asesinado, o violado o mutilado de una mujer. Algo que me hace pensar en cuántas historias hemos leído al respecto y en cómo hemos normalizado tales escenas a fuerza de haberlas visto representadas una y otra vez.
En aquel cruce de emails, Mercero me dijo también que en la mayoría de estos casos no creía que los autores tuvieran una voluntad de denuncia. Y si bien es cierto que obras como la de Stieg Larsson sí visibilizan el debate de la violencia machista –e incluso son el motor de su popular saga– también lo es que en ocasiones sus hombres que no amaban a las mujeres destilaban cierta espectacularización del cuerpo violentado. No hace falta mirar únicamente novela negra para encontrar ese gusto por la sobreexposición de la violencia machista. Años después de leer 2666 de Roberto Bolaño, reviso sus páginas sobre las mujeres desaparecidas en el norte de México y los ojos se me ahogan ante tanta crudeza, tanto realismo, tanta violencia sin filtros.
Ojo, no digo que esa ausencia de filtros no sea necesaria. Tampoco quiero cuestionar las obras citadas, que me parecen impecables. Simplemente me impresiona pasar por encima de algunas escenas, al igual que me impresiona y me genera contradicciones la idea de haber visto reproducida tantísimas veces en los muros de mis redes sociales la imagen de un padre y una hija muertos en su terrorífico viaje a los Estados Unidos, en busca de un poquito de libertad. La pregunta es eterna. El dilema se ha presentado tantas veces. Cuándo una fotografía deja de ser información y se convierte en espectáculo. Cuándo la recreación de una escena en el arte deja de ser denuncia y se convierte en circo. Cuándo los niveles de daño superan a los niveles de ideas que nos permitirían reflexionar sobre la manera de superarlo.
Todas esas preguntas me las hacía mientras leía en los días pasados la primera novela de Dolores Reyes, una activista argentina cuyo breve pero intenso libro Cometierra (Editorial Sigilo, que verá la luz en España el próximo septiembre) se ha colado no solo en las listas de más vendidos de su país de origen, sino que ya tiene contratos de traducción para varios países. Más allá de estos datos, que en cualquier caso no justificarían nada, lo que ha generado el fenómeno de Cometierra tiene que ver con una puerta que la autora ha abierto para la representación y el debate de la violencia de género y el femicidio en la literatura y en el arte en general. De la lectura de Reyes me impresionó enormemente la posición que toma la autora para narrar las desapariciones de mujeres de la clase más humilde de ciertos barrios de Argentina. Reyes es capaz de hablar de violencias muy concretas y muy turbias sin regodearse en los detalles, sin mostrar la muerte de las chicas jóvenes de las que habla.
La sinopsis del libro es la siguiente: una adolescente empieza a tener deseos de comer tierra tras la muerte de su madre. Cuando come tierra, tiene visiones que al principio no entiende muy bien, pero que empieza a entender con claridad con el tiempo. Lo que ve son mujeres que han sufrido. La mayoría de ellas muertas. Así entiende que a su madre la asesinó su padre. Y que a su maestra la arrastraron a un descampado. Y que a otras chicas del barrio las encerraron en habitaciones sucias o las dejaron tiradas en la noche. La cometierra ve toda esa violencia, pero la cuenta con una ternura que es tremenda. Tiene por norma no contar lo más terrorífico de cuanto ve, porque sabe que la muerte no es un espectáculo. Porque quiere respetar los cuerpos que ve y sobre todo a sus dueñas, estén todavía vivas o muertas.
Un cuerpo muerto no es un espectáculo, no. Un cuerpo muerto podríamos ser tú y yo ahora mismo. Lo que queda de nosotros. Un resto de lo que significó nuestra vida. Por pura dignidad, la cometierra no quiere mancillar esos restos. No quiere enseñarlos aunque los vea. Solo quiere nombrarlos, cuidarlos, respetar el silencio en el que ahora se caen. Dolores Reyes no quiere hacer un circo, ni tampoco convierte en “monstruos” a los asesinos y abusadores, porque cree que el único monstruo es el sistema en el que hemos dejado campar tan libremente a quienes matan y violan. Qué bien escribe Reyes en su libro menudo y lírico. En su novela nada “espectacular” pero importantísima. Cómo me ha recordado leerla a Elena Garro y a Marvel Moreno, a ese realismo mágico escrito por mujeres, que más que de mágico tiene algo de alucinado, y que más que de alucinado tiene el compromiso inventar otras vías para mostrar la peor de las realidades: una que no se combatirá con literatura sino con respeto y determinación.