El cuerpo de la mujer genera tensiones en el seno del feminismo. Por un lado, para las feministas liberales y posmodernas el empoderamiento de las mujeres lleva a que ellas son las únicas soberanas sobre su propio cuerpo. Por tanto, nadie puede decirle a una mujer cómo vestirse, cómo bailar, si dedicarse al trabajo doméstico, si sacar partido económico a su propio capital erótico o si ofrecer su capacidad reproductiva a otras personas, a cambio de dinero. Desde este punto de vista, las personas somos libres por tener el derecho a decidir qué hacer, dadas las oportunidades a las que nos enfrentamos. Muchas mujeres preferirían no optar entre trabajos malos y la prostitución, pero dada esa alternativa, debemos respetar a las que eligen la prostitución.
Pero hay otra forma de entender el feminismo. Desde un punto de vista más radical, la cuestión no descansa en la libertad individual. Por dos motivos. Por un lado, lo que queremos no es algo que se nos presente libremente en nuestra mente, sino que es resultado del momento histórico en el que vivimos. Por ejemplo, durante muchos tiempo se empleó la expresión “quien lleva los pantalones” para señalar quien detentaba el poder en una relación afectiva. Ahora las mujeres llevan pantalones, una forma no consciente de acercarse al estatus de los hombres, pero no sé de hombres a los que les haya dado por ponerse falda para reivindicar el estatus de igualdad con respecto a las mujeres. Sin embargo, en muchas épocas históricas los varones vestían con faldas. Somos libres de elegir falda o pantalón, pero no somos libres al decidir el sentido social que en un momento dado se asigna a una u otra prenda.
Por tanto, la libertad de elegir que dan por supuesto liberales y posmodernas oculta la limitación para determinar las circunstancias históricas que nos ha tocado vivir. Y lo que busca el feminismo radical es precisamente ir a la raíz de esas circunstancias históricas, y transformarlas. Desde la miope visión de libertad como simple elección, no es posible la transformación del sentido que damos a llevar falda o pantalón. Hace falta un trabajo colectivo de toma de conciencia y de transformación, para que las elecciones individuales libres se hagan en un marco donde el sentido social de ser hombre o mujer sea resultado de las propias decisiones, y no del contexto histórico. Dejar la transformación social necesaria en manos de decisiones libres, sin modificar las relaciones de poder, solo lleva a la reproducción de la dominación.
La tensión entre ambas formas de entender el feminismo se manifiesta con especial tensión en el cuerpo de la mujer. El debate se ha planteado falsamente en un sentido puritano. Dado que el feminismo radical coincide con el pensamiento católico en condenar la pornografía y la maternidad subrogada, parece que estamos hablando de una actitud mojigata respecto al sexo.
Pero este acuerdo táctico obedece a motivos profundamente diferentes. Es la cuestión de qué se puede vender y qué no, no la voluntad de Dios. El feminismo radical nos defiende a todos cuando señala que el problema del capitalismo es que quiere que nuestros cuerpos sean mercancía. Decir que todo lo que uno elija está bien, es decir que además de estar de acuerdo con respecto a estos temas del cuerpo femenino, estaremos de acuerdo en acabar con la legislación que obliga a que haya un día descanso a la semana, vacaciones pagadas, restringir el trabajo en festivo…
De lo que habla este tipo de feminismo es que si no ponemos una frontera al “lo hago porque quiero, o porque no tengo mejor opción” estamos todos convertidos en mercancías. Eso estará bien, para quien tenga poder de comprar y mal, para quien solo tenga la opción de venderse. Cuanta más desigualdad haya, la libertad de elegir, más convierte en puras cosas a los pobres, que no tienen más opciones que aceptar lo que se les ofrece para no morir de hambre.
Por tanto, para que la libertad de elegir sea libertad de ser personas y no la condena de ser cosas para los ricos, es necesario que haya condiciones de igualdad material.