Se habla cada vez más de “guerras culturales” para tratar de explicar la creciente tensión que se vive en el espacio político. Sin que, aparentemente, el conflicto derive de categorías directamente políticas. Es cierto que la cultura no deja de ser una expresión del sentir social que, de alguna manera, configura una comunidad. Todos somos igualmente humanos, pero todos hemos nacido y crecido en algún lugar, y ese lugar y esa trayectoria trae consigo algunas especificidades. En esa concepción de cultura se incorporan pues creencias, formas de relacionarse, algunos rituales o celebraciones que se consideran como propios, o incluso actitudes, hábitos u obligaciones que sirven para enmarcar las interacciones entre personas. La cultura, pues, permitiría generar un marco más o menos común que, de manera tácita y sin demasiadas especificaciones, establece una cierta manera de comportarse. No estamos hablando de algo fijo o inmutable. Las culturas de cada lugar cambian con el tiempo, algunas más rápidamente que otras.
En momentos como los actuales, asistimos a un cambio acelerado de muchísimas de las pautas básicas de nuestras vidas, de nuestros trabajos, así como de la propia configuración global de los sistemas de comunicación. La rapidez con que se trasladan acontecimientos y novedades está generando tensiones significativas en sistemas culturales que han tardado siglos en configurarse. Hay culturas más abiertas a los cambios que otras, sencillamente porque su propia estructura económica y social ha estado mucho más expuesta a esas dinámicas de transformación y contagio. No se trata tampoco de considerar que hay una especie de evolución continua que posibilita un gradualismo en esa lógica de transformación, sino que, muchas veces, los cambios se generan de manera mucho más drástica a partir de la acción consciente de personas y grupos que deliberadamente persiguen modificar la manera habitual de hacer las cosas. En la historia tenemos muchos ejemplos de ello.
Lo que ahora estamos viendo es que el desasosiego, e incluso el miedo, que genera la incertidumbre sobre el futuro y las diversas amenazas que conlleva, está generando reacciones de cerrazón y resistencia al cambio, apoyándose en aquellos elementos que se consideran como tradicionalmente propios, y que, convenientemente administrados, nos distinguen de los “otros”. Por que, ciertamente, la cultura sirve también para identificarnos, para caracterizar lo que somos. Y depende de la rigidez o flexibilidad en como entendamos ese conjunto de atributos, nuestra aceptación de las transiciones en las que estamos inmersos será mayor o menor. Todas las culturas tienen un cierto grado de fluidez, pero, sometidas a presión, las diferencias pueden ser notables.
Desde las aportaciones de Huntington se ha ido debatiendo sobre la potencia conflictiva que pueden llegar a generar esas distinciones o diferencias culturales. Una primera reacción tendió a minusvalorar sus valoraciones, entendiendo que la globalización económica y comunicativa tendería a reducir esa conflictividad, generando una especie de sincretismo híbrido en el que se irían difuminando las diferencias. Más bien estamos observando que ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Y las desigualdades económicas y sociales generan reacciones dispares. Va consolidándose una élite global que sobrevuela la incertidumbre y celebra la continuidad de esas diferencias como algo anecdótico y digno de disfrutar, mientras muchos otros tienden a refugiarse en esas diferencias, en aquello específico que sienten como propio, como algo que da seguridad, solidez y certeza en un entorno cada vez más fluído, inhóspito, agresivo e incomprensible.
En ese sentido, las distintas configuraciones culturales pueden tener atributos o elementos que les den una mayor o una menor rigidez antes las dinámicas de cambio. En cada lugar del mundo existen instituciones o formas de articular las relaciones interpersonales que han ido formándose a lo largo del tiempo. La religión es una de ellas, pero también las estructuras familiares, los distintos roles de hombre o mujer, las instituciones políticas, el grado de aceptación de los tratos de favor o las dinámicas de corrupción, la mayor o menor continuidad en la división en clases sociales o tantos otros.
En general, desde una concepción occidental, muy condicionada por la propia evolución de nuestras instituciones y manera de interactuar, tendemos a valorar como mejores aquellas configuraciones culturales que son más propicias a adaptarse a los cambios de todo tipo que van proyectándose sobre personas y comunidades. Pero, a pesar de ello, hemos de reconocer que existen notables ejemplos de persistencia cultural en muchos lugares a pesar de la rapidez con que han ido cambiando las cosas. Y, precisamente por ello, hay fuerzas políticas y dinámicas económicas que construyen sobre esas persistencias sus puntos de vista, sus planteamientos y propuestas, entendiendo que la mayor fluidez cultural genera una pérdida de aquello que nos define. Vivimos en un continente marcado por la inmigración y la emigración. Y no es fácil ni seguramente necesario construir un sentido cultural común, cuando lo que precisamente caracteriza a la Europa comunitaria es el pluralismo y la contención ante una historia llena de conflictos a superar.
Esta ocurriendo en toda Europa y también aquí. La significativa diversidad cultural que existe en España, combinada con elementos que son comunes, y la gran multiplicidad de perspectivas que la inmigración ha propiciado, aumentan si cabe las tensiones que el cambio de época genera. Las lenguas, las normas y celebraciones religiosas, la institución monárquica, las tradiciones literarias, los residuos coloniales, la interpretación de la historia remota y cercana, o ahora los toros…, son lugares en los que excavar y construir parapetos en tiempos de mudanza. De ahí la importancia de saber combinar lo que nos une y caracteriza con lo que nos acerca a los grandes valores que traspasan fronteras y culturas.
El modelo intercultural implica un estatuto legal específico, la creación de un espacio público común que reconozca esa realidad en instituciones igualitarias, que de forma imaginativa y funcional sean capaces de hacerse creíbles y sostenibles. Su fuerza estribará en su capacidad de mantener la representación de las distintas sensibilidades e identidades sin generar compartimientos estancos. Ello exige buscar políticas culturales innovadoras, fórmulas nuevas, sin cerrar caminos, creando instituciones más contenedoras que limitadoras, más “marco” que acabadas. Instituciones que entiendan que el pluralismo cultural exige aceptar que hay muchas maneras de ser peruano, español, europeo, andino, catalán o salmantino.
Las democracias del futuro tienen una de sus pruebas más decisivas en su capacidad de contener a sociedades cada vez más plurales. Una democracia es más potente, al contrario de lo que a veces se afirma, no cuanto más consenso logra alcanzar, sino cuanto más disenso y diferencia es capaz de contener, contando con medios para lidiar esos conflictos, evitando la violencia o el acoso, y reconduciendo la situación al marco común de convivencia. En la misma línea, podemos decir que no es más fuerte un estado cuanto más homogéneo culturalmente sea, sino cuanta más heterogeneidad cultural sea capaz de contener, manteniendo un marco común de referencia.