Desde las cunetas del subconsciente

Cuando, al hablar de los crímenes del franquismo, se dice que aquello fue una guerra -“y en una guerra ya se sabe...”-, se está contando tan solo una pequeña parte de la historia más reciente de nuestro país. Cuando se recurre a la equidistancia con el argumento de que “en ambos bandos se cometieron atrocidades” se oculta que la guerra civil tuvo un claro responsable que dio un golpe de Estado contra un gobierno democrático y que impulsó un plan sistemático destinado a acabar con un grupo ideológico o político. 
 


Son miles los pueblos y ciudades en los que nunca se libró una guerra, porque los golpistas tomaron el control desde el primer día, y en los que, sin embargo, se asesinó e hizo desaparecer a un elevado porcentaje de personas. “Los mataron como a conejos”, cuenta un anciano del pueblo de mi familia, recordando cómo los golpistas fueron casa por casa buscando a todos aquellos que se habían significado por sus ideas políticas, por su apoyo a la democracia, por su oposición al golpe de Estado.



Pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, gente que nunca había empuñado un arma pero que era afín a la República fue arrestada, torturada, humillada, fusilada, y desaparecida. Por eso a día de hoy España es, después de Camboya, el país del mundo con más fosas comunes. Hay más de cien mil desaparecidos que nunca han podido ser llorados en una tumba por sus seres queridos. Y los responsables de semejante atrocidad tuvieron la desfachatez de actuar en nombre de Dios y de la moral cristiana, la misma que no niega a nadie -a nadie- una tumba. 



Pero el castigo no acaba ahí. Las víctimas y sus familias se vieron obligadas a ocultar su dolor, a caminar de puntillas para no sufrir más castigo, a asumir que ni siquiera podían reclamar el cuerpo de un ser querido. Hasta 1977 muchas sufrieron prisión, torturas y represión.

Luego vino la Transición, construida sobre el olvido de nuestros desaparecidos, de los muertos, de los represaliados, de los encarcelados, de los torturados. Un pueblo que da la espalda a su historia es un pueblo indefenso. “Una sociedad sin memoria no puede crear un civismo sano”, ha dicho en alguna ocasión el poeta Juan Gelman, que sufrió durante la dictadura argentina el desgarro que provoca el fascismo.



La impunidad del franquismo ha continuado hasta nuestros días y sobre ella se ha construido esta maltrecha democracia, que sigue excluyendo de los libros de texto de escuelas, institutos y universidades buena parte de los crímenes de la dictadura. Solo quienes eligen dentro de la carrera de Historia la especialización en esa época abordan el estudio de lo ocurrido. Todo un símbolo.



No hay en el empeño por rescatar la memoria ningún deseo de revancha, sino una reivindicación de justicia y una defensa de los derechos humanos, imprescindible para evitar que la historia se repita. Esa es una de las finalidades de la justicia: tener carácter ejemplarizante.



Mientras los crímenes franquistas continúen impunes se estará transmitiendo un mensaje enormemente peligroso y dañino para todos: que los regímenes totalitarios pueden campar a sus anchas, matar, cometer genocidios o crímenes de lesa humanidad e irse de rositas. Una premisa tan sumamente grave es capaz de extenderse por todos los recovecos de una sociedad, como un virus invasivo. Y de hecho este país se caracteriza por una cultura de la impunidad que facilita la corrupción, el enchufismo, la injusticia. 



Existen los mecanismos legales necesarios para abordar los crímenes del franquismo. Lo que falta es voluntad. Como me decía recientemente Carlos Slepoy, uno de los abogados impulsores de la querella argentina, “un juez español que se atreviera podría establecer que la Ley de Amnistía de 1977 es inaplicable según el derecho internacional. No hay obstáculo judicial. El obstáculo es absolutamente político.” Además, estamos hablando de crímenes que nunca prescriben, por mucho que la Fiscalía española haya dicho lo contrario.



La propia Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha pedido a España -al igual que a otros países con cuestiones pendientes, como Yemen o Haití- que derogue la ley de amnistía, “puesto que no es conforme con las leyes internacionales de Derechos Humanos”, que procese y castigue a los responsables vivos de los crímenes franquistas, y que asuma su deber hacia las víctimas. Además, ha recordado la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y ha subrayado que “las violaciones graves de los derechos humanos son incompatibles con el pacto [de Amnistía]”.



Pero España tiene una democracia mutilada, que niega a los familiares de las víctimas del franquismo su derecho a reclamar, que tiene miedo a llamar criminales a los criminales y torturadores a los torturadores, que concede a los verdugos el beneficio de la duda mientras silencia e invisibiliza a las víctimas.

Por eso la querella argentina contra los crímenes del franquismo es tan importante. Ya de por sí la simple orden de busca y captura contra cuatro torturadores de la dictadura -que ya ha llegado a la Interpol- ofrece una reparación a las víctimas y a sus familiares. Además, Argentina ha anunciado algo que la democracia española no ofrece: la apertura de todos sus consulados para acoger denuncias contra el franquismo.

Para que en un país donde se han cometido atrocidades se aborde un proceso judicial se necesita de una voluntad política que en España nunca ha existido. Y así, la impunidad del pasado contribuye a legitimar la impunidad del presente, a perpetuar el todo vale. Como indica Naciones Unidas, la verdad, la justicia y la reparación son derechos indiscutibles: Pilares fundamentales para que un país pueda extraer de las cunetas de su subconsciente tanta impunidad.

Muchos pueden seguir diciendo que los crímenes han prescrito, contradiciendo así a Naciones Unidas y la ley internacional. Pero esta vez el caso no depende solo del poder judicial y político español -defensores hasta hoy del pacto de silencio- sino de una jueza de un país que sabe de la lucha contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad.