El miedo y la vergüenza son malos compañeros de viaje, y más en estos tiempos. De ello se hablaba mucho en las Marchas de la Dignidad, en su camino hacia Madrid.
“Cuando perdí el miedo y la vergüenza por no llegar a fin de mes fue cuando empecé a salir de la depresión”, contaba uno de tantos caminantes de las marchas.
“Recibí una orden de desahucio, me daba vergüenza contarlo, pero la perdí gracias a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, y eso me sacó del hoyo. Si no, no sé qué habría sido de mí, quizá no estaría vivo”, confesaba otro.
Vivimos sometidos a un marco de valores equivocados, en el que se señala con el dedo de la vergüenza a quienes no tienen eso que se llama éxito. A quienes están desempleados, a los que son expulsados de sus casas, a quienes no llegan a fin de mes, a los que no disponen de comida suficiente para alimentar a su familia.
Y, sin embargo, la vergüenza la deberían tener los otros, los que montan negocios a costa de los contribuyentes, los que un año más aumentan sus sueldos multimillonarios mientras 5 millones de personas viven ya en situación de exclusión severa, los que sacan dinero de la chistera para rescatar las autopistas pero contribuyen con sus recortes a que casi doce millones de personas estén afectadas por distintos procesos de exclusión social.
De eso trataron las Marchas de la Dignidad. De recolocar el concepto de la vergüenza. Porque ser un trabajador es algo digno, aunque eso no te permita escapar de la pobreza, como le ocurre ya al 12% de los españoles trabajadores.
Porque ser un desempleado que lucha por sacar adelante a su familia es algo muy digno. Porque ser una persona que reivindica su derecho a la vivienda, a la salud y la educación gratuitas, a tener lo suficiente para vivir y no sobrevivir, es algo necesario.
Porque si asumimos que nos tiene que dar vergüenza intentar vivir dignamente sin condenar a otros a la pobreza, estaremos cerrando el único futuro decente que le queda a esta sociedad. De eso iban las Marchas de la Dignidad, de eso hablaron los participantes y los oradores en el escenario, de eso se conversó en la manifestación.
Ahora, días después, surge uno de tantos casos que ejemplifica bien esto de lo que hablo. Ela, de 73 años, jubilada e integrante del colectivo de los ‘yayoflautas’, es juzgada acusada de desórdenes públicos e insulto a la autoridad. Su ‘delito’, increpar a unos agentes que estaban requisando la mercancía de un grupo de ‘manteros’ sudafricanos.
“¿Nos os da vergüenza quitarles la comida a los pobres?”, dijo Ela a los agentes, a lo que un policía reaccionó pidiéndole la documentación y poniendo la denuncia.
¿Quién debe sentir vergüenza?¿Una mujer que increpa a unos policías por ‘quitarles la comida a los pobres’? ¿O unos agentes que la toman con el escalafón más bajo de la sociedad?
¿Qué es vergonzoso? ¿Defraudar cientos de miles o millones de euros o manifestarse en las Marchas de la Dignidad? ¿Quién debe sentir vergüenza? ¿Quienes crean leyes y marcos que permiten que las grandes fortunas apenas paguen impuestos, o quienes piden ‘pan, trabajo y techo’?
El nivel de propaganda es tal, que el discurso dominante intenta relativizar las respuestas a estas preguntas. Se pretende criminalizar a los 13 millones de pobres que ya hay en España, a quienes protestan, al discriminado, al que reivindica sus derechos, al más de medio millón de familias desahuciadas. Estamos ya en esa fase que cuestiona a las víctimas, atribuyéndolas esa escalofriante frase de “algo habrán hecho”.
Los grandes poderes llevan las riendas del país pero pretenden eximirse de toda responsabilidad culpándonos de nuestras penas. Llegan a decirnos que, por recibir un sueldo digno, vivíamos por encima de nuestras posibilidades, mientras ellos ganaban cientos de miles o millones de euros al mes. Juegan con la inseguridad de la gente, con la falta de autoestima de tantos que no han aprendido aún algo fundamental: que todos merecemos una vida digna.
Hay líneas rojas infranqueables en cualquier Estado que se quiera llamar libre y democrático, y estas tienen que ver con los derechos fundamentales que evitan que un trabajador sea un explotado o que un desempleado se convierta en un condenado a la exclusión social.
Quien considere lo contrario, quien piense que hay que explotar, excluir y apartar... realmente no tiene vergüenza.