Últimos meses del siglo XX. Clase de Filosofía de la Historia en la UB. Viene a visitarnos un catedrático de una universidad mexicana. En medio de las reflexiones sobre cómo la consciencia de la historia es algo que no siempre estuvo presente sino que tiene un determinado origen y etc.; el profesor mexicano llega a hablarnos de algo más palpable: de cómo España había aplicado su “filosofía de la historia”. El señor está maravillado –y así nos lo expresa– de cómo este país había hecho una transición tan limpia y tan rápida, tan ejemplar (como mínimo) a sus ojos, y cuánto mejor que tantas otras en el mundo: “ustedes, señores, en un tiempo récord, han sido capaces de hacer el tránsito hacia una sociedad democrática gracias a que optaron por el olvido”.
Recuerdo que la cosa me dejó estupefacta. No entendía a qué venía ese señor ni cómo podía sentir esa admiración por España en base a su 'teoría del olvido'. En ese momento probablemente ni yo misma comprendía todavía por qué me parecía que en esa idea había algo de fundamentalmente erróneo, solo años más tarde fui vislumbrando el alcance del problema: el huracán del progreso soplaba y sopla tan fuerte que se lleva al Ángel de la Historia y no nos permite ver, cuidar, y honrar a todos los cadáveres amontonados.
Hace apenas una semana, Pili Zabala, diputada de Podemos en el Parlamento Vasco y hermana de Joxi Zabala, víctima del GAL junto a Joxean Lasa, confesaba en una entrevista televisiva que se alegraba mucho del cambio de posición de su partido respecto de la comisión de investigación sobre Felipe González y los GAL. Si queremos lograr la reconciliación y que no se repitan los desastres del pasado, todas las vulneraciones de derechos humanos deben ser investigadas, sostenía. Hay que tratar a las víctimas por igual y, hoy, en España, las víctimas del terrorismo de Estado todavía no son consideradas víctimas.
De poco le serviría a la diputada esa fugaz alegría: aunque los letrados del Parlamento avalaban aceptar la solicitud para que se debatiera en el Pleno la creación de la comisión, las votaciones de PSOE, PP y Vox en contra de investigar “los vínculos y responsabilidades de los gobiernos presididos por Felipe González y los GAL” impedirían incluso que se pudiera llevar a cabo tal debate. Ahí estaba de nuevo la gran receta de la que nos felicitaba el catedrático mexicano: nuestra firme apuesta por olvidar.
Y, me pregunto, ¿a qué tenemos miedo? ¿Por qué no queremos recordar?
En el magnífico libro Los abusos de la memoria, el filósofo e historiador Tzvetan Todorov, quiso advertirnos de los riesgos y el peligro de determinados usos de la memoria. Recuperar el pasado es algo indispensable, una condición necesaria para construir un presente y futuro liberadores; sin embargo, este pasado no debe regir y condicionar los tiempos presentes ni los que vendrán, atándonos sin remedio al ayer.
Como Semprún nos hizo ver, sería terriblemente cruel recordar continuamente a alguien los sucesos más dolorosos de su vida. El olvido es un derecho y una opción que puede ser profundamente saludable. Eso sí, no seamos cínicos: ese derecho pertenece solo a las víctimas. Los agresores no pueden tener el derecho a olvidar ante una víctima que demanda o espera memoria y algún tipo de verdad. Solo ellas, las víctimas, ejerciendo el derecho al olvido, pueden liberar a los agresores del deber de decir y del peso del remordimiento.
Ahora, para que en algún momento las víctimas decidan libremente ejercer ese derecho al olvido, hay que ayudarlas a sentir que tienen acceso a la verdad. Es desde la verdad que podrán hacer ese salto al vacío que es el perdón. No un perdón político, que no sirve a nadie más que a un sistema malsano, sino el perdón íntimo y sincero –ya sea dicho en la intimidad o en el espacio público. Y es, a su vez, ese perdón el que liberará (aunque sea parcialmente) al agresor de su culpa.
Claro, para el agresor no es fácil: tener que asumir revelaciones sobre el pasado con la consiguiente alteración que éstas provocan sobre los relatos y la imagen pública de cada uno puede ser en cierto sentido insoportable y, por ende, rechazado a toda costa. Pero ¿no es peor vivir toda una vida atado a la losa del remordimiento? Uno puede autoengañarse y llegar a creer que lo que hizo estaba justificado, pero ante el dolor que desfigura el rostro de la víctima, ¿es posible seguir manteniendo la falacia?
El equilibrismo es ciertamente difícil. Por un lado, los regímenes totalitarios se han caracterizado, entre otras cosas, por su dedicación a suprimir la memoria, a borrar o maquillar las huellas de determinados pasados –fotografías manipuladas, archivos quemados, cadáveres por descubrir. Por otro lado, el mismo Todorov argumenta que en determinadas democracias liberales de Europa occidental o de Norteamérica algunas personas o movimientos pueden haber hecho un abuso de sus reproches por los deterioros de la memoria y haber promovido un culto a la historia que tampoco es útil ni saludable.
Como con todo material inflamable, tocar el pasado exige cuidado y delicadeza. La memoria dejada en manos del entusiasmo o la cólera puede ser una bomba de relojería. Pero la peligrosidad de mover materiales radioactivos no nos debe convencer de dejarlos a la intemperie para que nos contaminen. Es precisamente el silencio el que puede generar la cólera. En un estado de derecho, en democracia, los individuos y los grupos deberían siempre tener el derecho de saber, de conocer su historia, y el Estado no debería poder obstaculizar el ejercicio de tal derecho.
Por ello, la pregunta constante y de fondo sería: ¿cuál es el uso correcto, deseable o adecuado del pasado? Y para responderla habría que separar tal vez dos dimensiones o fases dentro del ejercicio del derecho a la memoria: la del acceso a la verdad; y la del uso que se hace posteriormente de esas verdades, de esa información. La clave, para Todorov, está en la segunda fase. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento, diría el historiador Jacques Le Goff.
Conocer la verdad es necesario siempre. El peligro, el demonio, está en el uso que hagamos de esa verdad. Uno de los potenciales errores sería erigir un culto a la memoria por la memoria. Algo todavía peor, hacer un uso político del dolor para seguir alimentando sentimientos de venganza. “La verdad no es lo importante del lenguaje, es el afecto, el amparo.”, apunta Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima. La memoria debería servirnos para aprender de las lecciones y los sufrimientos pasados, para evitar aquellos que se producen hoy o podrían darse mañana. El riesgo es que, en lugar de eso, nos impida ver el sufrimiento de los demás y nos sirva para justificar actos presentes en nombre de sufrimientos pasados. La historia debe ser una aliada que nos ayude a ver los horrores presentes. La memoria no es una excusa para la injusticia. La palabra está para cuidarnos, para ampararnos.
Volviendo a España, al catedrático mexicano, al olvido, a las comisiones de investigación fallidas y a Pili Zabala. No es lo mismo la sana capacidad de olvidar; la posibilidad de decidir por uno mismo soltar el pasado que nos amarra, si es que sentimos que nos coarta o limita; no es lo mismo conocer la verdad y decidir qué hacer con ella a que te arrebaten el derecho a olvidar. Para olvidar debo saber primero. De otro modo nunca podré ejercer mi legítimo derecho al olvido. Ante el dolor profundo de una víctima, la sociedad tiene el deber de recordar y testimoniar.
Una sociedad que no puede saber, que decide no saber, vive amarrada a fantasmas y a pesadillas, a conjuros que atan, juntos, a víctimas y agresores con una soga al cuello: la del rencor y el remordimiento. Diga lo que diga el catedrático mexicano, esos difícilmente pueden ser buenos ingredientes para la vida de nadie. Solo la verdad libera a víctimas de agresores y viceversa para que a partir de entonces puedan decidir qué quieren hacer con sus vidas. Hasta entonces, seguirán amarrados unos a otros.
Ojalá, y lo digo en voz baja, en algún momento nos atrevamos colectivamente a mirar de frente a la verdad, a hacer de la palabra amparo, a vivir el perdón auténtico; para ayudarnos, así, a que (por lo menos) esos mismos males no sigan visitándonos de noche, y de día.