La DANA es más que un fenómeno natural

30 de octubre de 2024 21:51 h

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Todos los estudios climáticos de los últimos años sobre la cuenca mediterránea indican que se están produciendo cambios importantes en el régimen de lluvias. El resultado es que asistimos a temporadas de sequía más largas, especialmente en el verano, pero también a episodios de precipitaciones más intensos y duraderos, sobre todo en otoño, invierno y primavera. Es importante recordarlo: no se trata de fenómenos nuevos, sino de fenómenos extremos.

Llevamos varios años sabiendo que las temperaturas del Mar Mediterráneo están rebasando continuamente los récords previos, hasta el punto de que «las aguas de la cuenca mediterránea se calientan un 20% más rápido que el resto del planeta». Esta temperatura tan alta eleva asimismo la tasa de evaporación y provoca que se almacene en la atmósfera mucha más energía, la cual puede descargar mediante lluvias torrenciales cuando se dan las circunstancias apropiadas -cuando esta atmósfera relativamente más húmeda colisiona con una masa de aire frío, lo que conocemos como DANA-. El sistema climático es un sistema complejo, pero a estas alturas ya no hay duda en relación con la vinculación entre el cambio climático y la intensidad y duración de los fenómenos climáticos extremos, tales como las tormentas y lluvias torrenciales.

Esto que he descrito en apenas un párrafo lo sabe toda la comunidad científica desde hace mucho tiempo, pero también toda la élite política y empresarial. Sin embargo, la realidad es que los pasos que se han dado para evitar el empeoramiento del problema han sido escasos. Hace tan solo dos días la Organización Meteorológica Mundial comunicaba que en 2023 se ha batido un nuevo récord en las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera, producto fundamentalmente de la quema de combustibles fósiles y causa del cambio climático. Con todo, la capacidad de adaptación de las sociedades al nuevo régimen climático está siendo aún peor: los gobiernos apenas están tomando medidas.

Es verdad que los fenómenos climáticos son naturales -en el sentido de que una vez en marcha no son controlables por el ser humano-, pero sus consecuencias pueden variar según sea la preparación y adaptación de la sociedad. Esto último no lo puede predecir ni la ecología ni ninguna ciencia natural, sino que pertenece al dominio de la política. Y los gobiernos están fracasando gravemente en esta materia.

La DANA que ha golpeado con inusitada violencia principalmente las regiones de Valencia y Albacete, causando al menos 95 muertos y cuantiosísimos daños materiales, era un fenómeno que se sabía que podía ocurrir y que, de hecho, fue anticipado adecuadamente por las instituciones meteorológicas. Sin embargo, que se haya producido tantísima destrucción y anegación demuestra que la sociedad apenas estaba preparada para asumir un impacto como ese.

Si el gobierno valenciano hubiese activado y comunicado en hora más temprana la alerta -la cual llega de manera inevitable a todos los ciudadanos en posesión de un teléfono móvil- probablemente se hubieran producido menos muertes. Lo mismo puede decirse si las dotaciones de emergencias hubieran contado con presupuestos más generosos y si la comunidad empresarial hubiera evitado que sus trabajadores tuvieran que ir a su puesto durante el episodio. Todo eso es cierto, y es de justicia que se exijan responsabilidad al respecto. Pero hay más elementos estructurales detrás de este caos.

La cuestión es que las infraestructuras -carreteras, puentes, viviendas, calles, etc.- no estaban en absoluto preparadas para un episodio como este, ni para ninguno similar. Y, a diferencia de lo anterior, esto no se podía cambiar a una semana ni a un mes del acontecimiento porque tiene que ver con la forma en la que se han ido construyendo nuestros barrios, ciudades y sociedad en general: de espaldas a los ciclos naturales. 

Durante las décadas de desarrollismo y burbuja inmobiliaria, es decir, desde al menos los años sesenta, la política urbanística ha prescindido del asesoramiento de los ecólogos, geógrafos y otros profesionales que sí conocen los ciclos naturales y sus perturbaciones. Cuando había suerte y existían expedientes medioambientales que desaconsejaban ciertas actuaciones, las elites política y empresarial siempre lograban ingeniárselas para ignorar todas esas recomendaciones y, en algunos casos, obligaciones. En general, el beneficio económico fácil, la pulsión por atraer turistas y otras tendencias habituales, se imponía a la comprensión de los riesgos que implicaba no aceptar nuestro carácter subalterno frente a la naturaleza. Luego venían las “desgracias naturales”, como ríos desbordados, paseos marítimos arrasados, urbanizaciones y chalets engullidos por el agua, suelos y rocas arrastradas sin freno, etc.

Nada de esto es en absoluto nuevo. Lo que cambia es la magnitud del reto. Y la tarea pendiente en este aspecto es la de reestructurar de forma radical nuestros hábitats a fin de tolerar de la mejor forma posible los fenómenos climáticos extremos, es decir, las sequías, las olas de calor y las inundaciones. Debe tenerse claro que no hacer nada es esencialmente lo mismo que negar el cambio climático. Y los costes humanos y materiales son enormes.

El problema, en resumen, tiene que ver con la trayectoria de cambio climático en la que estamos inmersos como consecuencia del despliegue de nuestro modelo de producción y consumo. Pero los efectos agravados tienen que ver con gobiernos que siguen creyendo que no es para tanto o, peor aún, que nada ha cambiado en las últimas décadas. Cuando combinamos la peor consecuencia del Antropoceno -el cambio climático- con la ignorancia científica de nuestros dirigentes, tenemos un cóctel de destrucción y muerte. Y desgraciadamente, como estamos viendo, esta descripción no es una licencia literaria.