Una pareja espera el metro. Tienen unos 17 o 18 años. Él se está comiendo una caracola de chocolate con una mano, y la rodea a ella con el otro brazo. Ella, con la cabeza apoyada en su hombro, levanta la vista y le susurra, sonriendo tímidamente: “¿Me das un poco?”
Él sonríe de medio lado y niega con la cabeza, dándole otro mordisco a la caracola y mirándola, juguetón. Entonces ella comete un error, le sigue el juego e intenta alcanzar la caracola mientras se queja y dice “vaaa, Rober!, un poco”.
Él se estaba riendo... hasta que ve que al alejarle de nuevo la caracola de su alcance la crema del interior se ha derramado sobre su chaquetón azul marino. Se acabó el juego.
La aparta de su lado con un empujón y le suelta un “imbécil”. Ella se queda desubicada, su expresión cambia por completo. Intenta acercarse a él mientras entona el mea culpa. Él se revuelve y se aleja de ella unos metros mientras se limpia con los dedos el chaquetón y mira a su alrededor por si alguien lo está viendo, vergonzosamente manchado de crema de caracola por la imbécil de su novia.
Hay gente en el andén, pero nadie parece estar prestando atención. Ella saca un kleenex de su bolso e intenta limpiarle la mancha. Él le arrebata el kleenex y vuelve a apartarla de su lado. Ella se queda quieta, parece hasta más bajita, así, encogida. No intenta acercarse más a él. Él sigue mirando a su alrededor, está rojo de ira, se mueve nervioso. Ya no hay mancha, pero hay un ego muy herido. Y entonces me ve. No sé qué cara tengo puesta, pero debo de estar más roja que él.
Hace como que no me ha visto, y la llama. Ya puede acercarse a él. Ella obedece, despacio. Llega el metro. Él me mira, le incomoda que siga mirándolo, a mí me da bastante igual. Ambos se montan primero por una puerta, yo por la aledaña después.
Cuando el metro emite el pitido de cerrado de puertas, él empuja fuera a la chica y sale tras ella del vagón. Parecía que todo había acabado pero no, él tenía ganas de más. Pero en privado. Varias personas lo miran, algunas le reprochan la violencia. “Se podría haber hecho daño”, “menos mal que la pobre ha tenido reflejos”... Pero las puertas ya se han cerrado. No sé si ellos llegan a oír algo.
Entramos en el túnel y dejo de verlos. No sé qué más pasa con la chica.
Iba a aprovechar este artículo para mandarle un mensaje a ella, pero qué coño, mejor a él.
Si algún día ese chico llega a leer esto, que sepa que no siempre va a tener la suerte de que las puertas se cierren justo a tiempo; que no siempre se va a encontrar a tipas como yo, que simplemente se quedan vigilando por si tienen que intervenir y acaban atrapadas en un tren como una idiota. Que un día, más pronto que tarde, pueden dar con la persona adecuada que le haga tragar la caracola y el orgullo macho de golpe. Y ese chico debe saber también que la sangre sale peor de la ropa que la crema pastelera.