Un debate enredado y equivocado sobre una muy buena y necesaria ley
La Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, ha venido precedida y seguida de controversias y debates muy llamativos. Algunos de ellos en su tramitación parlamentaria; otros, inmediatamente después de su entrada en vigor el pasado 7 de octubre.
Ya me he pronunciado antes sobre la necesidad de esta ley en relación con una reforma serena del Código Penal y con el abordaje pleno y efectivo de los derechos de las mujeres a la libertad, a la igualdad, a la seguridad y a la vida y la integridad física, a decidir sobre nuestro propio cuerpo y nuestra sexualidad y la erradicación de todas las violencias sexuales. De manera que no incidiré en ello, salvo para afianzar esta opinión.
En materia penal, que es la que está siendo objeto de este encendido, confuso y muy agrio debate público –disculpen los adjetivos, pero incluso se me quedan cortos-, la ley, como a estas alturas ya todo el mundo sabe, abunda en determinar el alcance del consentimiento en las relaciones sexuales –el conocido como 'solo sí es sí', siguiendo el Convenio de Estambul- y modifica tipos penales y algunas de las penas a ellos asociadas.
Lo que también incide, como asimismo es conocido, en la desaparición de los “abusos” sexuales y su consideración como “agresiones” y algunas otras modificaciones que ahora no vienen al caso. Y, desde luego, en la modificación de ciertas penas, algunas en sus máximos y otras en sus mínimos.
Ley que, siendo de aplicación, ha traído como consecuencia la revisión judicial de condenas dictadas antes de su entrada en vigor, como es obligado por mor de lo dispuesto en los artículos 9.3 de la Constitución –en sentido contrario-, y 2.2 del Código Penal. Esto es, la necesidad de revisar las condenas por el efecto retroactivo de las leyes penales que favorezcan a la persona condenada, como es el caso en algunos supuestos –desconozco si muchos o pocos -.
Lo cierto es que se ha montado una buena: entre quienes han expresado su 'alarma' por tales revisiones y quienes han respondido imputando toda la responsabilidad al machismo, ignorancia y falta de formación en perspectiva de género de juezas/ces.
Irresponsabilidad máxima en ambas posiciones, generando una enorme confusión en la ciudadanía con repercusión infundada que trasciende la mera cuestión de la revisión de las condenas.
De un lado, es claro ya, contra lo que podía haber parecido en los primeros momentos de esta controversia, que la cuestión jurídica que se debate no es en absoluto sencilla de resolver. Escuchadas y leídas opiniones de juristas relevantes y, sobre todo, resoluciones judiciales en diverso sentido, comprenderán ustedes que yo no me pronuncie.
Porque lo que ahora está en juego no es el principio general de retroactividad de la ley penal favorable, sino el modo de aplicarlo, esto es, si de manera absoluta y cuasi automática, o teniendo en cuenta los matices trascendentales que introducen las disposiciones transitorias 2ª y 5ª del Código Penal –cuya vigencia también es discutible-, a falta de una expresa disposición transitoria al respecto en la ley comentada. Debate jurídico de alto voltaje y de enorme interés, pero, sin duda, de difícil comprensión para la ciudadanía en general y que, en pocas semanas, resolverá el Tribunal Supremo, tal como ha trascendido. Pero, ojo, en ningún caso como he escuchado en algunas ocasiones, mediante la introducción de una disposición transitoria que previera la no aplicación de las nuevas penas más favorables de manera absoluta a los ya condenados, pues no sería sino un fraude y una previsión radicalmente contraria a la Constitución.
Por eso, entiendo oportuno abordar otras cuestiones que entiendo del máximo interés.
De entrada, se trata de un escenario de responsabilidades compartidas: el Ministerio de Igualdad impulsó esta imprescindible ley, el Consejo de Ministros le dio cauce como proyecto de ley, el Congreso y el Senado la aprobaron. Todo el mundo conocía su contenido, de modo que no hay sorpresas ni engaños; las cosas estaban bien claras cuando se produjo el debate parlamentario.
Es llamativo igualmente el reproche a las responsables del Ministerio de Igualdad de no haber atendido a advertencias que en tal sentido se habrían hecho desde el CGPJ y, entre otros, algunos grupos de mujeres juristas. Bien, siendo cierto que tales advertencias se habían hecho, con matices, también lo es que se decidieron algunas modificaciones –notablemente sobre las penas máximas– y que, en todo caso, hubo una decisión política de seguir adelante con el proyecto de ley. En este sentido, lo que sorprende es que desde el Ministerio no se defienda directa y orgullosamente la propia ley, también en este aspecto de reducciones de algunas penas, y se expliquen sus poderosas razones para ello, que las hay. En definitiva, sorprende la falta de 'pedagogía' serena sobre las reformas.
De otro lado, conectado con lo anterior, desconcierta que solamente se genere esta controversia en relación con la revisión de condenas anteriores, siendo así que las nuevas penas –en algunos casos inferiores a las precedentes, como se reitera– que se impongan a quienes cometan tales delitos contra la libertad sexual a partir del 7 de octubre ya responderán al nuevo criterio legal. Por tanto ¿dónde está el problema? Sin duda alguna, quien ha ido aprobando la norma en sus distintas fases ya era consciente de la reducción de la duración de algunas penas.
Me llama también poderosamente la atención que el debate se plantee desde la perspectiva de una consideración claramente negativa de algunas reducciones de penas. Y es una deriva muy peligrosa, una vez más, esta idea absoluta de la confianza plena en la efectividad de una más dura respuesta penal. Porque entiendo que es un muy grave error, máxime para posiciones de la izquierda política, el considerar que una mayor sanción penal supone una mayor protección de un determinado bien jurídico –la libertad sexual de las mujeres, en el caso-.
Se trataría, más bien, de subrayar y explicar que no se atenta a los derechos de las mujeres porque determinadas penas se rebajen, siempre que estas se mantengan en límites razonables que respondan realmente a la gravedad de la lesión de aquellos derechos. Y aquí es donde también creo que desde todos los sujetos responsables de la aprobación de esta ley debiera hacerse hincapié, comenzando por las responsables ministeriales y terminando por quienes apretaron el botón del 'sí' en el Congreso y en el Senado.
Y todo ello se produce en el marco de un sensacionalismo rampante, destripando los casos ya juzgados cuyas penas se han revisado, como si el paso del tiempo –no mucho tiempo, por otra parte- no haría que algunos delincuentes cumplieran su condena y fueran excarcelados, o como si los actuales y futuros delincuentes no fueran a ser juzgados y condenados, si así procede, con las penas –más rebajadas en algunos supuestos– que el Código Penal contempla desde su reforma por esta ley.
Si, en todo caso, se entendiera que hubo un error al aprobarse la ley en tales términos, bien porque no se considerara oportuna una reducción de penas en algunos pocos supuestos –lo que resultaría verdaderamente rocambolesco, pues la letra de la norma es bien clara– o bien porque no se hubiera calculado de manera precisa su efecto sobre anteriores condenas, procede, como ya se ha dicho, esperar que el debate judicial termine y, una vez visto su final, tomar, si así se considera, decisiones políticas al respecto. Insistiendo, una vez más, que dichas penas se aplican ya desde el 7 de octubre a los delitos que, desgraciadamente, se siguen cometiendo.
Y, siendo como es, en mi opinión, una gran ley, que aborda de manera integral las violencias sexuales, desde muchos aspectos, me ha apenado profundamente la poca convicción en su defensa al inicio de la polémica, aunque este déficit se está reconduciendo. De manera que ¡a defender esta norma, con orgullo! Porque es imprescindible.
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