El debate sobre el futuro de las generaciones sin futuro
El persistente y ahora acelerado proceso de individualización al que estamos sometidos subvierte muchos vínculos y maneras de hacer que escapaban y compensaban en parte las leyes descarnadas del mercado. Un mercado que ha ido imponiendo, sin tregua, un sistema de vida y de relaciones que ha hecho de la competencia y del “sálvese quien pueda” su matriz de funcionamiento. Y los más jóvenes son los que se enfrentan a ello más desnudos y faltados de amortiguadores para encarar un incierto devenir. El tema en España es muy sensible y plenamente actual, como bien recogen los informes sistemáticos que realiza al respecto el Centro Reina Sofía sobe Adolescencia y Juventud.
Hace apenas tres meses, en la “Cumbre del Futuro” que se celebró en Nueva York con la presencia de multitud de jefes de estado y de gobierno, las Naciones Unidas expresaron su voluntad de contribuir a la protección de las generaciones futuras. La Declaración establece algunos principios básicos que deberán servir de guía para la protección de las futuras generaciones. En su contenido encontramos las habituales referencias genéricas a principios básicos como la paz y la seguridad internacionales, el desarrollo sostenible, los derechos humanos, la justicia intergeneracional y la equidad. Pero, más allá de ellos, se añade la necesidad de promover la solidaridad intergeneracional y el tener en cuenta los intereses de las generaciones futuras en la toma de decisiones. En ese contexto, el Secretario General, António Guterres, expresó la necesidad de nombrar un “Enviado Especial de la ONU para las Generaciones Futuras”.
De hecho, en este momento existen Comisionados para las Generaciones Futuras en Gales, en Canadá y en Hungría. E iniciativas similares están en proceso de concretarse en otros países. En una entrevista en la revista Alternativas Económicas, la Comisionada de Gales al respecto, Sophie Howe, manifiesta que el peor enemigo al que nos enfrentamos es el cortoplacismo que preside las políticas públicas. En esos ciclos electorales cortos de apenas tres, cuatro cinco años, no hay capacidad de incorporar adecuadamente temas de fondo como son la emergencia climática, el cambio demográfico, la persistente desigualdad y riesgo de pobreza, la salud de los jóvenes ante la falta de perspectivas o como logramos que la mayoría de la población pueda seguir los cambios que está imponiendo a una velocidad inusitada la transformación digital.
En España contamos con la ley pionera aprobada por el parlamento de las Islas Baleares en abril del pasado año. Una ley surgida de la iniciativa legislativa popular presentada por el grupo ecologista COG que lanzó el Manifiesto “Avui per Demà”. Iniciativa que fue ampliamente secundada y que acabó aprobándose en los últimos estertores de la pasada legislatura. Y se ha iniciado la elaboración de un proyecto al respecto en España y Portugal.
Hasta hace relativamente poco, este tipo de iniciativas tenían una componente básicamente ambiental. Y en algunos de los casos mencionados sigue siendo este el aspecto más relevante. El famoso caso “Juliana vs United States” se basa en la demanda que en el 2015 fue presentada por 21 jóvenes de entre 9 y 18 años exigiendo que las futuras decisiones del gobierno tuvieran en cuenta todo aquello que pudiera afectar el cambio climático y a su vida en el futuro, ya que de no hacerlo así, ello afecta a su derecho constitucional a la vida y a la libertad. El caso sigue tramitándose y si lograran su objetivo (lo cual no es nada sencillo habida cuenta del control que logró Trump en su pasada presidencia del Tribunal Supremo) modificaría de arriba abajo el sistema energético estadounidense. En Netflix se emite el documental YouthVGov, que ilustra el proceso aún en marcha.
Pero, en los últimos años la preocupación esencial de los jóvenes, sin renunciar a hacer oír su voz en los temas ambientales, se dirigen también a cuestiones de perfil social y laboral. Está en juego su posibilidad de convertirse en adultos si por ello entendemos la capacidad de ser autónomos y de poder construir y decidir su futuro. Por un lado, los jóvenes son cada vez menos, pero, en cambio, la juventud, entendida como fase precaria, incierta e inestable, se amplía y alarga cada día que pasa. Antes, los estudios sobre juventud, a la hora de considerar las cohortes de edad, acababan a los 29 años. Ahora ya llegan a los 35 años y subiendo. En momentos anteriores, los procesos de formación y construcción de la personalidad de cada uno mostraban notables dosis de sociabilidad y una variedad en las posibilidades de construir trayectorias de cambio. Lo que permitía, muchas veces, salir del encasillamiento del que se partía por razones de clase, de origen, de residencia o de género. Hoy, esas condiciones de partida pesan nuevamente de manera muy significativa y explican que mientras algunos puedan considerarse autónomos a una edad razonable, otros ven alargada indefinidamente esa posibilidad. Se van diferenciando y polarizando las trayectorias de unos y otros. Y eso, combinado con las dinámicas de individualización y de fragilidad de los vínculos en el nuevo escenario digital, multiplica los problemas vinculados al equilibrio emocional y a la salud mental.
Nuestra gráfica demográfica ha ido alejándose de la pirámide tradicional, con muchos niños y jóvenes abajo, y pocas personas mayores arriba, para irse acercando a una forma más o menos cilíndrica. Pero si combináramos la distribución del poder económico y financiero y la propiedad de las viviendas en esa gráfica, no hay duda donde se concentraría la parte más sustanciosa. La combinación de todos esos temas nos permite ir explicando algunas tendencias sobre las opiniones de los jóvenes sobre el sistema democrático que son preocupantes. El reto de las iniciativas sobre generaciones futuras está ahí: cómo integrar hoy en las políticas que se van decidiendo en Europa y en cada esfera de gobierno las necesidades de esas generaciones futuras que no se sienten incluidas en este presente. Nos jugamos el futuro de los jóvenes y de la democracia.
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