Debate sobre el estado de suciedad

La información de El País, el domingo, nos situaba ante la realidad: el debate del estado de la nación en España –que suele tener importancia en otras sociedades–, aquí es un espectáculo más al que, dicen, algunos incluso osan “contraprogramar”. Los medios parecen darle mucha más relevancia que los ciudadanos.

El festejo es malo. La potencial audiencia sabe de antemano todo cuanto va a ocurrir. Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno, presumirá de una recuperación económica que solo él y sus selectivos aliados y colaboradores ven. No dirá ni media palabra de las corrupciones que tiznan a su partido y, por si acaso, advertirá que nada puede “poner en peligro” esas saneadas cuentas corrientes del Estado que contempla en sueños. En particular los “populismos”, a los que atacará con desprecio y sin fijarlos en nombre alguno. Prometerá las mejoras de siempre que no suele cumplir.

Pedro Sánchez, líder de la oposición, aún mayoritaria, contará que con él las cosas irían mejor que con Rajoy. E infinitamente mejor que con los “populismos”. Cuando empiecen a hablar los representantes del resto de los partidos, los medios cortarán las retransmisiones y el hemiciclo se quedará semivacío por deserción de “sus señorías”. Habrá que ver qué interés les despierta escuchar otra voz nueva en esas lides, la de Alberto Garzón por la Izquierda Plural. Es de suponer que escaso. La prensa hará balance a ver si ha ganado Rajoy o Sánchez –no más– arrimando el ascua a su sardina. Pondrán “rifirrafes”, que es una figura que adoran. Y a otra cosa. Los aficionados más fieles comerán palomitas.

El estado de la nación pasará, pues, de puntillas sobre la realidad. El Gobierno del PP ha acelerado el aumento de las desigualdades en España a un ritmo que atenta contra las bases de la democracia. No es una opinión, son datos. Y no de un solo organismo: todos los indicadores de tan dañina lacra atestiguan ese récord logrado por Mariano Rajoy. El propio Instituto Nacional de Estadística (INE) mostraba este lunes el enorme roto social que la crisis inició y el PP ha rematado.

Y de ahí se deriva todo lo demás. Que la pobreza infantil haya pasado del 17% al 33% en lo que llevamos de legislatura. O el paro juvenil, del 40% al 53%. Que, según datos de la EPA, el PP ha destruido casi dos millones de empleos, de los que 1.300.000 han sido indefinidos. Que han disminuido las coberturas a los parados. O que el trabajo que empieza a crearse es tan precario y tan mal remunerado que no aporta seguridad alguna hacia el futuro. Que la juventud obligada a emigrar no cesa de escapar de este erial. Así ha logrado Rajoy la “recuperación”. La de unas cifras que no disfrutan los ciudadanos porque es imposible consumir si no se tiene con qué, si no hay otro modelo de país que el de exprimir a unos para que ganen abusivamente otros.

¿Y la deuda pública? El aumento de casi 300.000 millones desde noviembre de 2011 nos ha llevado a un récord histórico, cuando Rajoy lo tomó en el 70%. Y si es problema para Grecia pagar, ¿cómo piensa el PP hacer frente a la abultada factura en la que nos ha metido? ¿Les ayudarán a buscar soluciones expertos economistas y autorizadas voces que todo lo saben… de Grecia? ¿Hablarán de todo esto en el debate del estado de la nación? ¿Resaltarán los medios estas ausencias caso de que se dieran?

Por sectores, es necesario resaltar el destrozo hecho a la sanidad pública española por Rajoy, “sus” comunidades autónomas y Artur Mas: pasará a los anales de la historia. Todavía aguantó el Sistema Nacional de Salud como el quinto más eficiente del mundo en la lista Bloomberg hasta 2013, pero en 2014 cayó al puesto 14 y habrá que ver en qué simas se encuentra ahora. Han logrado con una efectividad sin parangón que nuestra salud ya sea objeto de lucro para entidades privadas. Los ejemplos dramáticos de sus consecuencias ya son palpables.

El hachazo a la ciencia puede tener secuelas irreversibles como país. La cultura perseguida, la educación…, en manos de Wert y su señora, que ahora avanza, con la derecha ciega puesta en los ojos, que “el sistema universitario no es sostenible”. Recordemos que, para el PP, los bancos y las “bankias”, sí. La justicia con hiperactividad legislativa destinada a la represión ciudadana, al punto de alarmar a la ONU. Con la línea desdibujada en la separación de poderes. La Hacienda Pública, que parece estar en algunos momentos al servicio de los intereses de partido. La concentración de poder en la vicepresidenta, que en el último recuento acumulaba ya once cargos.

Del Ministerio de Exteriores y su prodigiosa imaginación para asustar timoratos en armonía con los objetivos del PP o del Ministerio de Defensa y sus adquisiciones de material sabemos menos. El Ministerio de Fomento vendiendo AENA y cuanto pueda rentar a manos privadas. Como los colegas locales que hasta han tenido el cuajo de malvender viviendas sociales a fondos buitre y desahuciar a los inquilinos.

Y ese presidente fiable, que en su detallado programa electoral solo olvidó decir que –en línea con su filosofía de la desigualdad humana y la superioridad de la estirpe adinerada– se iba a dedicar en cuerpo y alma a que las élites llegaran a ganar, como este año, hasta un 27% más que el anterior en el caso de los bancos. Y hasta un 67% más, el conjunto de las empresas del IBEX desde el día que él se estrenó en la Moncloa.

Este es el estado de la nación en el que viven los ciudadanos que sufren la crisis para que otros se aprovechen de ella. Un estado de suciedad en el que se enmascara la verdad y se utilizan recursos ilícitos en la lucha por el poder. Y en el que encender un televisor o abrir una web puede tener resultados tóxicos. En el que los instrumentos del Estado de derecho evidencian cajas B, pagos B, actos A con dinero B corrupto en el partido del Gobierno y lo que importa es un tal Monedero, sacado a la plaza pública para desollarle como escarmiento a veleidades inadmisibles del calibre de querer cambiar algo.

Un país en el que se puede mermar con leyes la democracia, sin causar grandes preocupaciones en la mayoría de la sociedad, y en el que buena parte de algunos presuntos ciudadanos se encuentran cómodos chapoteando en la corrupción, el egoísmo y la miseria que infieren a otros seres humanos. Niños incluidos. En el que un expresidente de Gobierno socialista afirma que son más importantes los resultados electorales que la democracia interna. Todos los estamentos de la comunidad deberían debatir sobre el estado de la educación, de la información, de la ética y de la democracia. Pero, dado que no se plantea abordar los defectos estructurales, al menos pongan un poco de atractivo al espectáculo.

Un debate en condiciones, para que las malas cabezas no se fueran a la contraprogramación restando audiencia al mensaje, debería mostrar alguna novedad. Un presidente y un partido encausado por las culpas de la corrupción, sus maniobras evasoras de la justicia y, sin duda, por una gestión que ha traído el dolor y la pobreza a mucha gente. Una oposición que supusiera una alternativa esperanzadora. Unos diputados que, como mínimo, cumplieran su obligación y se quedaran a escuchar a todos. Unos medios objetivos.

Igual con ese espectáculo de ciencia ficción la platea apreciaba el programa y era capaz de razonar y reaccionar.