¿Qué debe hacer el feminismo con los jóvenes antifeministas?

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Salió publicada hace dos días la primera encuesta del CIS sobre las percepciones de igualdad entre hombres y mujeres y saltaron todas las alarmas. El teletipo más extendido, como analizó después el colectivo Proyecto UNA, aportaba un dato alarmante: el 44% de los hombres españoles opina que “se ha llegado tan lejos en la promoción de la igualdad de las mujeres” que ahora son ellos los discriminados. Las redes sociales más politizadas expresaban distintas posturas, recogidas luego, otra vez, en retroalimentación eterna, por distintos medios de comunicación. Y me entristeció un poco llegar a leer a personas como la exsecretaria de Estado de Igualdad Ángela Rodríguez Pam afirmar que le parecía extraño que hubiera quien se sorprendiera de que “4 de cada 10 [hombres] sean cuñados machirulos incels”. Una parte del feminismo replicaba su mensaje, que podríamos sintetizar así: hay muchos machirulos irredentos y nos hemos hartado de la pedagogía.

Vaya por delante que entiendo la rabia y que no creo que a nadie se le pueda exigir una función pedagógica permanente. Creo que, en el caso de las figuras políticas, esto último es distinto, y que hacer política exclusivamente desde la rabia o renunciando a la vocación de ampliar espacios es siempre un error. Lo que yo afirmé, no sin polémica, era que había dos formas de encarar ese dato: o convertir a ese 44% en el enemigo a batir y darlos por perdidos o asumir que, al estar equivocados, podemos intentar convencerlos de que el feminismo no es el problema, sino la solución.

Hay otro dato muy relevante en esa encuesta del CIS: que el colectivo más agraviado es el de los jóvenes de entre 16 y 24 años, un 51% de los cuales comparte esa consideración sobre el “exceso” en las políticas de igualdad, o sea, en las políticas feministas. No sirve de nada repetir que, en ese porcentaje, están sobredimensionados los votantes de ciertos partidos o los jóvenes más escorados a la derecha, como si la adscripción partidista o ideológica fuera inmutable, una verdad absoluta, algo grabado en piedra. Lo interesante, en realidad, es que pensemos por qué estamos perdiendo a muchos jóvenes en la manosfera, por qué globalmente se da una polarización política vinculada al género y qué podemos hacer para remediarlo: qué puede y qué debe hacer el feminismo con (y sobre todo para) los jóvenes antifeministas.

La hipótesis de la que podemos partir: hay una crisis de la masculinidad, una cierta deriva, una desorientación. Los modelos con los que cuentan los chicos jóvenes exhiben una fantasía desmesurada de neoliberalismo, emprendimiento capitalista del siglo XXI, formas twitcheras y misoginia banal desplegada por su falta de orientación en el mundo. El feminismo lo ha cambiado todo en los últimos años, pero eso no sólo implica la pérdida de privilegios o las incomodidades que algunos discursos repiten, sino también que haya quien, hoy, no sepa dónde aterrizar. ¿Por qué? Porque tampoco se ha construido un modelo convincente de lo que sería una nueva masculinidad que no suene a treta fácilmente caricaturizable urdida por el estereotipo del aliado: nada más parecido a un machista de derechas que un machista de izquierdas, repetíamos, pero es que no hay tantos modelos de ser hombre, menos aún de ser hombre feminista. Y ese es un problema al cual los hombres mismos deben dar respuesta. No sólo es políticamente poco útil afirmar que el feminismo “va contra los hombres” o no puede beneficiar en nada a los hombres, sino que además es falso: claro que su rol histórico los coloca en la posición de la dominación masculina, pero presuponer que la dominación es una posición inherentemente feliz es excesivo. También hay que pensar en cómo liberar de sus propias cadenas a quienes nos empeñamos en colocar en el lugar del amo.

Decía Bourdieu que la “opinión pública” que aparece en los periódicos en forma de porcentajes tiene como función fundamental disimular que el estado de opinión en un momento dado es un sistema de fuerzas, de tensiones, y que no hay nada más inadecuado para representar el estado de la opinión que un porcentaje. Un análisis así vale para ese 44%, para el 51% de chicos jóvenes, pero también para los datos que esbozan una imagen completamente distinta, como el del 83,9% de españoles que se consideran entre un poco feministas y muy feministas. La pregunta que se hace importa, porque determina el dato que se obtiene, pero en ningún caso nos da una verdad absoluta: transmite una foto fija, un momento, y lo mejor de ese momento es que puede cambiar. No se trata de “colocar a los hombres en el centro”, como si lo importante fuera sobre quién ponemos el foco y no las transformaciones que llevamos a cabo; se trata, como escribe Amia Srinivasan, de sumar a cuanta más gente podamos para que el feminismo pueda desplegarse como lo que es: “un movimiento político con el que transformar el mundo hasta dejarlo irreconocible”.