Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero Alberto Núñez Feijóo se fue de Galicia a Madrid a regañadientes. Casi obligado. Porque ya no sabía cómo negarse. De hecho, se resistió a coger la maleta, dejó pasar el primer tren cuando todo el mundo lo esperaba en el andén con la pancarta de recibimiento, e hizo perder porras a todos los periodistas y tertulianos que llevaban años llamándolo “delfín”. No había crónica política entre 2010 y 2018 que no se refiriese así al entonces presidente gallego: “el delfín de Rajoy”, “el eterno delfín”.
Pero llegado el día, cuando la prensa amiga ya tenía escritos los editoriales para saludar su salto a la política nacional, Feijóo se lo pensó mejor, sintió morriña anticipada: dónde iba a estar él mejor que en casa. En un discurso inolvidable, entre lágrimas, renunció a disputar la presidencia del PP para respetar su “único pacto” con los gallegos, ya que ser presidente de la Xunta era “la mayor de mis ambiciones políticas”, y remató con emocionantes palabras: “No puedo fallar a los gallegos porque sería además fallarme a mí mismo”. Ya sabes lo que vino después: se mantuvo al margen de la pelea interna por la sucesión de Rajoy, aguardó a que Casado se chamuscase, y cogió el siguiente tren, ya sin rivales, para llegar a Madrid aclamado como la gran esperanza de la derecha española.
Desde entonces, el que se anunciaba –hay que recordarlo aunque dé risa– como gran líder, buen gestor, hombre de Estado, centrista nato, moderado…, nos ha dejado incontables tardes de gloria en menos de dos años al frente del PP, llevando al partido más a la derecha de donde lo dejó Casado –que ya es decir–, pactando con Vox–él que venía a reconquistar ese espacio político–, soltando barbaridades desde la tribuna del Congreso o en los mítines dominicales; sin olvidar su desastroso final de campaña el 23J y su investidura fake.
Creíamos que no podía sorprendernos más, pero su último derrape supera todo lo anterior: a una semana de unas elecciones gallegas en las que peligra la mayoría absoluta de su partido, se mete de cuerpo entero él solito en el charco del posible indulto a Puigdemont para favorecer la “reconciliación” en Cataluña –es decir, lo mismo que propone Sánchez–, pero reconociendo que solo lo pensó en el marco de la negociación para su investidura –es decir, lo mismo de lo que acusa a Sánchez–; y remata dando por hecho que no hay mucho que rascar en la acusación de terrorismo.
Uno puede pensar que ahora sí, que por fin ha aparecido el hombre de Estado, centrista nato, moderado y etc, dispuesto a encontrar una salida política –aleluya– al conflicto con el independentismo catalán…, si no fuera porque su confuso anuncio llega tras medio año calentando las instituciones, las tertulias y, más grave aún, la calle, contra la amnistía y los pactos con el independentismo. También llega, por decirlo todo, solo dos días después de que Puigdemont amenazase con revelar sus conversaciones con el PP.
Cómo no acordarse de aquella viñeta recurrente en la revista El Jueves, donde Idígoras y Pachi caricaturizaban a José María Aznar, que tras cada metedura de pata acababa siempre lamentándose con la misma frase: “Nunca debí salir de Valladolid”. Así Feijóo este domingo viendo las portadas de la prensa, y el lunes escuchando las tertulias –incluidas las tertulias amigas donde harán malabares para salvarle la cara–, a solo una semana de las elecciones gallegas en las que tanto se juega, y pensando en su despacho de Génova: “Nunca debí salir de Galicia”.