Recuerdo que en mi adolescencia un profesor nos contó algo que me impresionó. Nos dijo que cuando uno es pequeño, su padre le parece un gigante, un sabio, un héroe, un superhombre… esa persona grande y fuerte que te levanta en brazos, que te sube a sus hombros, que te protege, que te explica todo lo que no entiendes. Luego -nos dijo- conforme uno va creciendo (entonces siempre se hablaba en masculino y las chicas debíamos asumir que también se estaban refiriendo a nosotras, aunque no se nos nombrase específicamente), la figura del padre se va empequeñeciendo hasta que llega un momento en que las alturas se igualan. Empiezas a darte cuenta de que tu padre no siempre tiene razón, que no siempre es un modelo a seguir, que hay mil cosas que no sabe, que muchas veces tú empiezas a saber más que él sobre algunos temas y notas cuando se equivoca; y otras veces llegas incluso a encontrarlo ridículo, a sentir vergüenza por él, por sus comportamientos y opiniones, por su forma de hablar, de vestir, por su mera existencia. Mucho después -siguió diciéndonos el profesor- cuando tú eres ya un hombre adulto (las chicas sustituíamos “hombre” por “mujer” en nuestra mente) y tu padre es un anciano, eres tú el fuerte, el grande, quien tiene que cuidarlo y protegerlo porque ya no puede hacerlo solo. En esta última etapa es cuando, si tienes suerte, te das cuenta de que es ley de vida, de que a ti también te pasará con tus propios hijos, de pronto lo entiendes, vuelves a sentir el amor que le tuviste de niño, y te sientes emocionado y agradecido por todo lo que tu padre ha hecho por ti desde que naciste. Si no tienes suerte, la vejez de tu padre es el momento en que verás con claridad el daño que te ha hecho, cuando pasarás revista a todo lo que podrías haber sido si hubieras nacido de otro hombre, en otra familia, cuando de verdad te sentirás decepcionado y avergonzado de ser hijo suyo y, mucho peor, de haber creído en algún tiempo que era un superhombre y haber querido ser como él, de mayor.
No estoy de acuerdo con todo lo que nos dijo aquel profesor, pero no lo he olvidado nunca porque me asustó profundamente y traté de prepararme para lo que pudiera llegar con el tiempo. Tuve la suerte de que nunca me sucedió. Nunca me avergoncé de mi padre, ni lo encontré ridículo, ni me sentí decepcionada por su comportamiento, su apariencia o sus opiniones. Por fortuna, no he tenido que pasar por una cosa así con mi propio padre y soy consciente de la suerte que he tenido.
Sin embargo, acabo de descubrir que es esto exactamente lo que me ha pasado en varias ocasiones con políticos e intelectuales que, de algún modo, en algún tiempo fueron figuras paternas, modélicas, hombres a los que admirar, en quienes confiar, que sabían más, que se expresaban mejor, que opinaban en las mismas líneas que yo -que nosotros, mis amigos y amigas de entonces y yo- y escribían con respeto, belleza y claridad exponiendo ideas con las que nos identificábamos los jóvenes de la época. Queríamos -yo, al menos, lo quería- aprender de ellos, crecer con ellos, madurar, tomar el testigo cuando ellos ya no pudieran seguir corriendo al mismo nivel de rendimiento; y pensábamos que ellos estarían contentos de pasarnos ese testigo, orgullosos de haber hecho escuela, que nos darían la alternativa con una sonrisa en los labios y nos permitirían continuar por el camino que ellos habían abierto. Y, además, como siempre he sido optimista y trabajadora, pensaba que cuando yo fuera adulta ya no sería importante lo de ser hombre o mujer. Estaba firmemente convencida de que el feminismo -que no es una lucha de mujeres contra hombres, sino de personas inteligentes contra quienes no lo son tanto- se habría impuesto por pura lógica.
Pues no. Tenía razón mi profesor: en pleno siglo XXI a muchos de esos “padres” -políticos, escritores, artistas, etc.- no les gusta nada que los de abajo crezcan y los miren a los ojos, ni les hace una pizca de gracia que los jóvenes maduren y dejen de bailarles el agua, que se atrevan a discutirles las opiniones que ahora ya no son respetuosas y bien formuladas como lo eran antes y, ya en el colmo de la audacia, que lleguen a estar por encima de ellos en la jerarquía. Pero lo que menos, lo que menos gracia les hace en absoluto es que esos nuevos “muchachos” sean mujeres. Algunos estarían dispuestos a tolerar -y uso el verbo a conciencia- a un antiguo alumno que ahora, ya como hombre maduro, los aventaje en algo o se haya hecho también famoso o haya alcanzado una medida de poder, la que sea; pero que existan mujeres -jóvenes, además- que tomen decisiones, que expresen su opinión públicamente, que los adelanten por la izquierda en el camino de la vida… eso no lo llevan bien. El feminismo sigue siendo una lucha en marcha, los hombres viejos se agarran a sus privilegios y sus sillones como en los chistes que dibujaba el gran Mingote en la época franquista, y ahora más de un 40% de los encuestados consideran que la igualdad se ha llevado demasiado lejos y que los varones empiezan a estar discriminados. ¿Cómo se puede llevar demasiado lejos la igualdad? O se es igual o no se es igual. No hay término medio. Pero para esto habría que llevar cuidado con lo que se dice, que es reflejo de lo que se siente y se piensa.
Como pueden imaginar, todo esto viene de mi perplejidad cuando, ya un par de meses atrás, el señor Fernando Savater, a quien yo -como media España de mi generación- había admirado en mi juventud, empezó a soltar patochadas a propósito de cosas tan serias como los abusos sexuales cometidos contra niños, y se ha agravado considerablemente cuando el señor Félix de Azúa, que nunca estuvo entre mis referentes literarios, pero que siempre consideré un intelectual sólido, ha soltado la perla que rápidamente ha corrido de boca en boca, de “feministas radicales que mantienen un régimen de terror dentro de la redacción (de El País)” antes de dejar de colaborar con este diario en solidaridad con su amigo, el señor Savater.
Me parece que tiene perfecto derecho a solidarizarse con quien mejor le parezca, comprendo que él (o cualquiera) esté molesto por una situación, que no esté de acuerdo con otras posturas y opiniones, pero un escritor debe intentar usar sus palabras con precisión y respeto. ¿Un régimen de terror, señor de Azúa? ¿Es que no sabe usted lo que es un régimen de terror? Un régimen de terror es el que sufren las mujeres en Afganistán bajo el gobierno talibán. Un régimen de terror es el que impera contra las mujeres en Arabia Saudí, en Irán, en muchos otros países. ¿Cómo se atreve a decir algo así por el hecho de que haya en el periódico con el que usted colabora unas periodistas con cuyas opiniones usted no está de acuerdo?
No queremos volver a los tiempos en los que a las mujeres se nos decía que “calladita estás más guapa”, ni siquiera cuando se embellecía líricamente en poemas como “me gustas cuando callas/porque estás como ausente”, obra de un gran poeta que también me ha decepcionado como persona. Si somos la mitad de la población, somos la mitad de la opinión y tenemos el mismo derecho que los varones a expresarla. Me parece tan evidente que encuentro triste tener que insistir.
De todas formas, no ha sido mi primer desencanto. Ya me pasó con don Felipe González y don Alfonso Guerra (en aquella época sin “don” y de izquierdas) que, en mi juventud, adorné con todos los colores del idealismo. Me pasó con don Ramón Tamames, a quien me dio auténtica grima ver en el Congreso hace unos meses. Me pasó con doña Lidia Falcón, cuyas “Cartas a una idiota” leía con auténtica ansia sin imaginar que alguna vez esa mujer valiente y luchadora uniría su voz a la extrema derecha. No puedo nombrar a todas esas figuras (como ven, no solo varones) que se me fueron quedando pequeños, que me decepcionaron, que me han llegado a producir vergüenza ajena al verlos, confiados en su experiencia y su trayectoria, hacer el más espantoso de los ridículos para seguir tratando, por todos los medios, de que se oiga su voz, de que se les tome en cuenta, para no dejar paso gallardamente a las siguientes generaciones de hombres y mujeres jóvenes, como ellos lo fueron. Hay que aceptar el paso del tiempo y, en lo posible, no acabar una vida en la incoherencia y el ridículo, sino mantenerse firme, procurar seguir siendo un buen ejemplo para quienes vienen detrás.
Por fortuna, no todos los padres se nos quedan pequeños, y no es solo mi opinión. Hace ya muchos años, Jorge Manrique, en las Coplas a la muerte de su padre, una de las mejores obras de nuestra literatura y de las más hermosas loas a un ser humano, cierra el poema diciendo sobre él: “Y aunque la vida murió/nos dexó harto consuelo/su memoria.” A Jorge Manrique tampoco se le quedó pequeño su padre.