Existe un enorme riesgo para la democracia cuando se devalúa la palabra en las instituciones. En la política institucional quien toma la palabra no lo hace en nombre propio, sino en nombre de la ciudadanía que representa. La responsabilidad de la representación pública debería llenar de seriedad y argumentos cada discurso político. La democracia toma cuerpo en las instituciones donde la palabra es la herramienta y el diálogo es el método. Las palabras dan forma a las ideas políticas y nunca son inocuas: unen o excluyen, legitiman o deshumanizan, vertebran o rompen. La calidad democrática de nuestro país depende en parte del nivel del discurso político de quien toma la palabra, de cómo se expresa y a quién se dirige. Existe un peligro claro para la democracia si se vacían de contenido los conceptos, si se deslegitima al otro, si se deshumaniza o cosifica al adversario. Si despreciamos la importancia que tiene cada intervención pública de quienes nos representan y preferimos gracietas clamando por los focos a los argumentos políticos y los datos, la democracia se deteriora.
En los últimos días hemos escuchado a Pablo Casado apoyarse en información falsa, hacer demagogia y recurrir a expresiones soeces para hacer política. No es buena noticia para nadie. Casado ha tirado al barro su discurso político para intentar mantener una competición con la ultraderecha por el voto más reaccionario al tiempo que capta algunos minutos de atención mediática. Si esta es la oposición que nos espera los próximos meses, la ciudadanía tiene motivos para estar preocupada porque Pablo Casado no es cualquier político: es el líder de la oposición.
En una democracia se espera del líder de la oposición que ejerza el control de la acción del gobierno y que proponga el modelo alternativo con el que aspira gobernar el país. Sin embargo, deslegitimar al presidente del gobierno y lanzar falsedades como argumentos parece una estrategia orientada más a arrasar con la credibilidad de las instituciones democráticas que a intentar liderarlas. El coste de la decisión de competir electoralmente con la ultraderecha, en lugar de hacerle frente como ha sucedido en Francia o Alemania, es el desgaste democrático. La erosión de la democracia se produce palabra a palabra, paso a paso. Y aunque analizando cada exabrupto individualmente pueda incluso resultar insignificante en comparación con la fortaleza de nuestras instituciones, el proceso de deterioro democrático ya está en marcha. Polarizar a la ciudadanía, deslegitimar las instituciones y cosificar a los adversarios genera un clima político de hostilidad y desconfianza en la ciudadanía que daña gravemente nuestro modelo de convivencia.
Víctor Klemperer nos explicó que el lenguaje es la herramienta más poderosa del fascismo al ser la manera más eficaz de modificar el imaginario colectivo. Nos dijo el filólogo alemán que “el modo de hablar nazi, tan pobre y empobrecedor, se apoderó de todos los ámbitos, públicos y privados (…) La lengua, fuera hablada o escrita, debía ser apelación, arenga e incitación”. Por tanto, la degradación del lenguaje en el ámbito político es un asunto al que no debemos restar importancia o dejar pasar como si no nos jugáramos mucho. Abandonar la profundidad en el pensamiento político y despreciar el conocimiento nos lleva a un empobrecimiento intelectual cuyas terribles consecuencias en Europa no podemos decir desconocer. Es una estrategia que puede encontrar alborozo entre los más reaccionarios, sin embargo, el coste de poner la política al nivel de una fosa séptica tiene gravísimas consecuencias.
Detrás de cada palabra, el discurso político de la ultraderecha tanto en las instituciones como en los medios de comunicación esconde muchos más peligros de los que alcanzamos a ver. La semana pasada en el Congreso de los Diputados, Macarena Olona llamó “fea” a la vicepresidenta y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. No es una descalificación casual. El 18 de mayo de 1938, un artículo publicado en “Arriba”, órgano de expresión de Falange Española, llamaba feas a las mujeres republicanas. Se ridiculizaba a las mujeres republicanas como “feas, bajas, patizambas, sin el gran tesoro de una vida interior, sin el refugio de la religión, se les apagó de repente la feminidad y se hicieron amarillas por la envidia”. En el marco de un discurso, se llama dog-whistle a usar conceptos o palabras que tienen un significado prácticamente neutro para la mayoría de la audiencia pero que un grupo específico de personas, en este caso los fascistas, es capaz de descodificar, contextualizar y dar un significado con mayor contenido. Llamar feas a las mujeres de izquierdas, ridiculizarlas, no es una ocurrencia más: es una estrategia histórica de la ultraderecha para intentar despreciar la contribución de las mujeres a la democracia.
“El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente”, nos dejó como advertencia Klemperer. ‘Coletas’, ‘perro sánchez’, ‘chiringuitos’, ‘okupa’, o ‘feminazis’ son claros ejemplos de cómo hoy en día la ultraderecha usa el lenguaje para cosificar y deshumanizar a sus adversarios políticos y de cómo ese lenguaje se está incorporando a las conversaciones cotidianas.
Por todo esto, resulta especialmente grave que el líder de la oposición decida seguir la senda de devaluación democrática que marca la ultraderecha. Pablo Casado tiene la responsabilidad de elegir hacia donde quiere que camine el electorado conservador: hacia posturas que encajen en el juego democrático o hacia posiciones que lo saca fueran de la cancha de juego. La decisión es crucial porque en la deriva antidemocrática no hay camino de vuelta. Los actos políticos, los discursos, están teniendo ya consecuencias directas en la ciudadanía.
Unos versos de Cristina Peri Rossi dicen que la única compañía que no falla son las palabras. Es cierto, las palabras siempre están disponibles para dar cuerpo a la realidad que queremos construir, para dar forma a nuestro deseo. Pablo Casado debe tomar una decisión: elegir si la compañía que quiere para sus palabras es el desgaste de nuestras instituciones, el empobrecimiento del lenguaje y la erosión de la democracia, o no.