A menudo me pregunto qué tipo de razón, si es que la hay, lleva a tantos a mantener ese menosprecio a la naturaleza del que venimos dando crónica en este rincón del diario. A qué viene ese desinterés de demasiados por las cuestiones relacionadas con el medio ambiente, como si la cosa no fuera con ellos.
Cómo es posible que sean todavía multitud los que siguen sin sentirse vinculados con el cuidado de este pequeño planeta, de esta insólita excepción en el universo conocido que tenemos la fortuna de habitar.
¿Se creerán acaso ajenos a lo que está ocurriéndole? ¿Pensarán quizá que el cambio climático no es culpa suya ni les está pasando a ellos, que las condiciones que hacen posible nuestra existencia en La Tierra son eternas e inalterables?
Siempre me ha fascinado la historia que nos cuentan los científicos sobre las cianobacterias. La cosa arranca hace alrededor de tres mil quinientos millones de años (apenas una décima de segundo en la historia del universo) cuando, cansadas de vagar por un entorno hostil se decidieron a protagonizar la mayor hazaña evolutiva de la vida en nuestro planeta.
Por lo que nos explican los investigadores fue sintetizando la clorofila, condensando el carbono y aprovechando la luz solar como estos gigantes microscópicos consiguieron obtener alimento y energía de uno de los elementos más abundantes de su entorno: el agua, la gran placenta del Planeta Azul, nuestro recurso más valioso.
El agua fue la clave. Pero en ese proceso metabólico se sirvieron tan solo del hidrógeno presente en su molécula, liberando como residuo un gas hasta entonces extraño: el oxígeno. Como consecuencia, la ciencia señala que tuvo lugar una de las mayores contaminaciones atmosféricas que jamás haya sufrido La Tierra.
Con el oxígeno llegó el caos, hasta que la presencia de ese gas en origen venenoso, de ese extraño, logró hacerse un hueco en la atmósfera terrestre y estabilizarse en torno a una cifra mágica: el 21 %, una proporción que hace posible lo que hoy en día entendemos por vida terrestre.
Con la llegada de la clorofila tuvo lugar otro hecho asombroso: la superficie de nuestro planeta empezó a teñirse de verde, las sales minerales, el agua, el anhídrido carbónico y el oxígeno, gracias a la fotosíntesis de las plantas, fueron convirtiéndose en azúcares, los azúcares en tejido, y el tejido en paisaje.
De ahí en adelante, todo cuanto ha acontecido en la biosfera, la sucesión de variaciones genéticas y procesos de adaptación que hicieron posible la evolución de las diferentes especies de animales y plantas, es y se debe al agua y la atmósfera, a las que tanto quebranto estamos causando en esta era del planeta caracterizada por el intento de dominio de una especie al resto, una era a la que muchos llaman el antropoceno.
El privilegio de la razón nos ha permitido demostrar que las especies no han sido creadas de manera independiente, sino que estamos íntimamente emparentadas y descendemos unas de otras. Y lo más importante: que todas corremos igual suerte en el planeta y padecemos por igual los cambios en sus condiciones. Lo que le pasa al gorrión, el oso polar o la abeja nos pasa a nosotros. Los bioindicadores son una señal de alerta.
Por todo ello, usemos la razón: defendamos la naturaleza en defensa propia. Si así lo hacemos tal vez estemos a tiempo de eludir los peores presagios de los científicos y evitemos desandar lo andado hasta retroceder hasta aquel planeta de las cianobacterias.