Defensa de la alegría
Conviene buscar el lado positivo de las cosas. De lo contrario, acaba uno sumiéndose en la melancolía o, peor, en la depresión, que es el estado natural de la derrota y el inmovilismo. Conviene convencerse, incluso en los escenarios más adversos, de que algo puede hacerse. Aunque sea mentira.
Se escribe poco sobre la alegría y mucho sobre la felicidad. Yo prefiero la primera. La felicidad me resulta pesada y presuntuosa. Tanto que hasta necesita manuales. Cómo ser feliz en 7 pasos. Las 10 claves de la felicidad. Sea feliz en menos de un mes. A la alegría, sin embargo, nadie le dedica escritos. No hay guías. No hay metodologías patentadas, ni expertos, ni charlas TED al respecto. Ni a Coelho ni a Bucay les importa un bledo la alegría, porque esta es intrascendente por naturaleza. Es liviana y despreocupada. La alegría es un sentimiento tan puro que ni siquiera los vendedores de humo han encontrado la manera de ganar dinero con ella.
Dicen que la democracia es, sobre todo, libertad. Parece evidente, dado que sin la una no puede haber la otra. Pero sospecho que la democracia también es, un poco o en gran medida, alegría. Por ejemplo: reírse en un café a voz en grito hasta que le llamen a uno la atención, y lo echen, y siga riéndose fuera. Por ejemplo: tontear en una discoteca y despertar, la mañana siguiente, en vete a saber qué cama. Por ejemplo: gritar y cantar y bailar en la calle, molestando a los vecinos sin querer o a propósito.
París, todo el mundo lo sabe, es la capital mundial de la alegría. Sus vecinos, muchos de ellos inmigrantes, supieron hacer de este sentimiento una forma de arte. Hasta inventaron una expresión, joie de vivre, que es, al mismo tiempo, una reivindicación, un anhelo y un escudo contra lo inevitable. Ninguna cultura ha sabido atrapar (en papel, lienzo, vinilo y celuloide) la despreocupación y la ligereza con la maestría de los franceses. Lo consiguió como nadie Jean-Luc Godard en aquella secuencia maravillosa donde tres jóvenes cruzaban el Louvre a la carrera ante la severa mirada de sus mayores y un guarda intentaba, en vano, detenerlos.
No me lancen a las fauces de Pérez-Reverte. “Mire, otro de esos idiotas biempensantes que se esconde bajo los adoquines mientras asesinan a nuestros vecinos”. La alegría no gana guerras, ya lo sé. Porque estamos en guerra, eso dicen. No hay otro camino, ellos o nosotros. Así lo aseguran los expertos en geopolítica que, en tiempos de Twitter, son todos. Se sientan frente al teclado y preconizan los bombardeos; luego, bajan al bar, a tomar algo con amigos, a tontear, a despertarse en vete a saber qué cama, a gritar, a cantar y a bailar en la calle.
Hay que ver el lado bueno de las cosas, decía, para no sumirse en la melancolía. La matanza de París cumplió su cometido: hirió su alegría, y también la nuestra. Pero no la mató. La congeló durante unos días, unas semanas a lo sumo. Y, como el mal se retroalimenta, aquellas muertes traerán, ya están trayendo, otras nuevas. Se amenazará y se jurará venganza. Pero, mientras los informativos se llenan de sangre y de lágrimas, en algún museo de alguna ciudad de Europa, unos jóvenes se cogerán de la mano y echarán a correr ante la severa mirada de sus mayores. Un guarda intentará detenerlos. Pero no lo conseguirá.
Escribió Benedetti:
Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas.