Uno de mis segmentos de radio favoritos es del magacín matinal de la radio pública de Nueva York, The Brian Lehrer Show. Se llama “¿sobre qué sientes ambivalencia?” y consiste en que los oyentes explican asuntos sobre los que tienen opiniones encontradas. No todos los que llaman entienden el significado de la palabra, pero es refrescante escuchar a personas que no están seguras de su posición sobre los debates públicos o que están en desacuerdo con lo que dice el partido que más quieren.
Brian Lehrer, el presentador, dice que se trata de crear un espacio para contrarrestar “el culto a la certidumbre” tan habitual en los medios y más allá.
La ambivalencia no es la equidistancia. Puedes estar más cerca de una posición, pero admitir matices o falta de información para tener una opinión formada del todo. Y esto no significa situarse en el medio de posiciones perfectamente opuestas o considerar que todas las opciones son igual de válidas o justas. Tampoco se trata de relativizar amenazas reales como el racismo, el machismo, la homofobia o los ataques a la libertad de conciencia.
Pero, ¿por qué hay que tener una opinión inmediata, absoluta y clarísima sobre cualquier punto de debate o fricción en la sociedad? Los mercenarios de los aparatos de los partidos políticos tienen especial interés en que sea así y aún más en que los ciudadanos asuman una lista de opiniones cerrada y poco reflexiva supuestamente coherente con unos pocos estereotipos.
Los núcleos duros de los partidos, la parte de ellos que no se guía por el bien común, sino por un interés para acaparar poder y dinero público, defienden listas de opiniones fuertes en un intento de diferenciarse cuando en la práctica de la gestión ejecutiva no hay tanto margen para grandes revoluciones ni para bien ni para mal. Para muchos políticos y algunos activistas, lo ideal es tener un retrato robot de opiniones coincidentes sobre la limitación del tráfico, el #metoo, el independentismo catalán, Venezuela, la gestación por sustitución, el programa de festejos de Aravaca, Julian Assange, el cheque escolar y los manolitos (congelados).
Esto permite reducir a las personas a lo que no son, caricaturas.
Las formas de debate público habitual, unos pocos caracteres con el refugio de la distancia y el anonimato en redes sociales que premian automáticamente los extremos, colaboran a que los matices de asuntos complejos y cambiantes se pierdan.
Quienes dudan tienen pocos incentivos o tal vez pocos espacios para expresarse. Y en la duda está una de las salvaguardias esenciales de la democracia en estos tiempos en que ascienden los gritones autoritarios. El valor de no estar seguro o de cambiar de opinión es una protección contra las voces que ponen en peligro la convivencia y también contra quienes quieren parar el progreso de la sociedad.
Como ciudadanos, la resistencia a la brocha gorda es un esfuerzo individual, pero también una responsabilidad social. Como periodistas, es una de las partes más esenciales de nuestro trabajo si queremos que siga teniendo el valor y la protección de un servicio público.