Uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, John Adams, leía en su vejez a Cicerón y su intento de detener el deterioro de la República Romana. En la correspondencia con Thomas Jefferson, tercer presidente de la recién estrenada República Americana, conversaban acerca del debate racional y la voluntad de negociación como fundamentos de la democracia, y del riesgo perenne de los embates de la irracionalidad.
A pesar de los encomiables deseos y propósitos de los políticos de mejor raza, una somera mirada retrospectiva nos ayuda a advertir que los equilibrios que alcanzan las naciones ejercen un efecto de llamada a instigadores externos o internos motivados por impugnarlos.
No me deja de sorprender que la democracia siempre está envuelta por un halo de escepticismo procedente de los propios ciudadanos, como si el atractivo del autoritarismo en todas sus gamas fuese eterno. De hecho, el estado unipartidista contrario a la libertad, surgido a principio del siglo pasado, sigue presente en numerosas partes del mundo.
Mientras tanto, nosotros afrontamos unas elecciones apasionantes y, por ahora, menos broncas de lo que uno podía esperar, aunque las vibraciones del diapasón electoral no tardarán en intensificarse y mientras que persisten las medias verdades que son mentiras enteras, antes y después de los cambios de opinión. El momento político, social y tecnológico que vivimos en España invita a parar mientes y aventurar alguna reflexión circunstancial, y, naturalmente, subjetiva.
Hoy ya sabemos lo que pasa cuando una mentira mediana (Anne Applebaum la denomina teoría conspiranoica) es propagada primero por un partido político como plataforma central de su campaña electoral, y luego por un partido gobernante, con toda la fuerza de un aparato estatal moderno y centralizado. En realidad, acaba debutando como la semilla de un autoritarismo que ronda con incisiva eficacia las democracias del siglo XXI, superada ya su mayoría de edad.
Las personalidades autoritarias abundan en todos los partidos políticos que concurren a las elecciones en los países con marchamo democrático, y son votadas por ciudadanos libres en pleno ejercicio de sus derechos constitucionales. Theodor Adorno y Hanna Arendt coinciden en el germen del que surgen pujantes esos líderes desaprensivos: es una actitud de la personalidad, no una cuestión de ideas o convicciones; por lo tanto, abundan en todos los lados, y en los que pudieran quedar a mitad de camino, aunque a veces no sean tan fáciles de advertir, porque la mayoría de los políticos en cabeza hoy dominan las técnicas de persuasión al uso, con aroma digital y de redes sociales incluido.
El autoritarismo atrae a personas que no toleran la complejidad: no hay nada intrínseco de “izquierdas” o “de derechas” en ese instinto; es meramente anti-pluralista. El recelo ante lo distinto convive mal con la democracia, y con los debates acalorados por racionales.
En Los orígenes del totalitarismo, Hanna Arendt ya observaba en la década de 1940 la atracción que ejercía el autoritarismo en las personas que estaban resentidas o se sentían fracasadas, cuando escribía que el Estado unipartidista del peor tipo “reemplaza de manera invariable a todos los talentos de primer orden, independientemente de sus simpatías, por necios y chiflados cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad”.
Ochenta años después, cada una de las democracias más asentadas ha tenido experiencia directa de ese intento de reemplazo; en no pocas de ellas se ha consumado, cuando menos uno o varios mandatos electorales, en solitario o en coalición. Hay éxitos que matan.
Si la democracia no aspira a que podamos ir del brazo de quien no piensa como nosotros, ¿a qué estamos abocados?