Hace unos días, Raúl Sánchez publicaba un espléndido trabajo sobre la brecha de participación electoral en la Comunidad de Madrid entre las zonas pobres y las ricas. El estudio aporta datos para explicar cómo la derecha ha conseguido gobernar Madrid durante 26 años, siendo la fuerza –ahora el bloque– más votada solo en el 30% de las unidades censales, las de mayor nivel de renta.
La relación entre nivel de renta y participación electoral no es un fenómeno nuevo ni exclusivo de Madrid. Fue detectado hace tiempo por los científicos sociales que han dedicado muchos estudios a analizar esta correlación en todo el mundo.
Sin ir más lejos, en las recientes elecciones catalanas el diferencial de participación ha sido espectacular. Con una media del 53,6% para toda Catalunya, las zonas más pobres tuvieron una participación del 35,5% –casos extremos de barrios con solo el 10%– , mientras en los más ricos la participación fue del 68%.
Eso sucede en todos los procesos electorales incluso cuando los más pobres se movilizan. En las elecciones catalanas del 2017 la participación en las zonas de menor renta subió al 68%, aunque las más ricas se movilizaron aún más, llegando a niveles de participación del 87%.
Esa correlación entre renta y participación se reproduce también –aunque con más matices– entre nivel de renta y voto a las diferentes fuerzas políticas. Los trabajos del Grup de Energia, Territori i Societat (GURB) de la UAB han documentado que en el conjunto del Área Metropolitana Barcelona el porcentaje de voto de las fuerzas de izquierda declina en la medida que aumenta la renta disponible de sus habitantes.
Siendo estas situaciones de autoexclusión electoral, inducida o no, muy preocupante lo es mucho más la exclusión legal del derecho de sufragio de colectivos cada vez más amplios de la ciudadanía. Se trata de una realidad vinculada a la inmigración que irá cada vez a más y que estamos obligados a abordar con urgencia.
Nuestra democracia liberal nació en un hábitat, el de los estados nación, que está sufriendo importantes mutaciones. Fruto de ese vínculo entre democracia y estado nación el acceso a los derechos políticos y sociales se restringió a los nacionales de cada país. Aunque, en ocasiones de manera más teórica que real. No deberíamos olvidar que hasta hace poco tiempo –medido en términos históricos– solo podían votar los hombres y en España la capacidad plena de las mujeres para decidir sobre su vida y patrimonio solo llegó a partir de 1976.
Las sociedades en las que existía una identificación entre ciudadanía y nacionalidad están desapareciendo a marchas forzadas y dan paso a sociedades postnacionales, de las que forman parte personas de diferentes nacionalidades. Pero nuestras leyes continúan condicionando el acceso a los derechos en función de la nacionalidad.
Eso sucede en muchos casos con los derechos sociales, pero especialmente con el derecho político por antonomasia, el del sufragio. Afortunadamente nuestra Constitución se redactó de manera suficientemente abierta como para que los gobiernos progresistas –estatales, autonómicos y locales– hayan podido reconocer el acceso a derechos sociales como la asistencia sanitaria o a la educación no solo a los nacionales, sino también a los inmigrantes. Incluso a aquellas personas que se encuentran en situación legal no regular en nuestro país.
Permítanme que lo destaque. Primero porque eso significa que sanidad o educación se conciben como derechos humanos de acceso universal y no derechos nacionales. También porque eso no sucede en todos los países de nuestro entorno. Lo que debería mejorar nuestra autoestima como sociedad y la valoración que hacemos de nuestra democracia. Solo podremos defender aquello que hemos conquistado poniéndolo en valor y así avanzar en nuevas conquistas.
Este reconocimiento de derechos en clave de ciudadanía no se produce en cambio en el ámbito político, en el que los derechos de sufragio continúan vinculados a la condición de nacionalidad, con la excepción de las elecciones locales para la ciudadanía de países de la Unión Europea.
El resultado es nefasto, negamos el derecho democrático por excelencia a millones de conciudadanos. Personas que viven con nosotros, que trabajan en las mismas empresas, que participan en las actividades sociales y en las movilizaciones, que contribuyen con su esfuerzo fiscal a sufragar nuestros derechos. Personas a las que les encargamos trabajos de gran trascendencia, como el cuidado de nuestros mayores. Pero a las que en cambio les negamos el derecho a decidir sobre todo aquello que les afecta.
En base a los datos del 2020 del observatorio de la inmigración de la Comunidad de Madrid, un 15% (1.026.333) de la ciudadanía madrileña es extranjera, de los que 100.000 están empadronados, pero no tienen reconocida la residencia legal. Solo una parte de los extranjeros tiene derecho a voto y también en este caso el sesgo de renta es brutal. Con municipios como los del sur de la Comunidad en que el porcentaje de la ciudadanía sin derecho a voto supera el 20%.
Se trata de un proceso que va a ir a más, fruto de las previsiones demográficas sobre aumento de la inmigración en toda Europa, también en España, que debemos afrontar. No podemos construir una sociedad con guetos de exclusión no solo social sino también política.
Nuestra democracia no se puede permitir la restauración del voto censitario, cuando solo tenían derecho a sufragio los hombres que disponían de patrimonio. Exclusiones del derecho a voto que hoy nos parecen aberraciones, como el de las mujeres, las practicamos ahora con absoluta normalidad respecto a una parte de nuestra ciudadanía por el hecho de no disponer de la nacionalidad española.
Se trata de una discriminación que además tiene un fuerte componente de clase. No solo porque la inmensa mayoría de esas personas forman parte de los segmentos con menor renta de la población, incluso cuando tienen elevados niveles de formación. También porque esa marginación de los inmigrantes pobres se combina con el acceso a derechos por parte de los inmigrantes ricos. Las famosas Golden Visa, instauradas por Rajoy, permiten acceder al derecho de residencia a través del mercado, a quienes adquieran inmuebles o activos financieros de elevado valor. En resumen, las leyes permiten acceder a derechos a través del mercado, que se niegan vía ciudadanía.
Nuestra democracia no se puede permitir durante mucho tiempo mantener a sectores tan amplios de la población al margen del derecho a sufragio político. El profesor Oriol Nel·lo de la UAB ha documentado para Catalunya que entre los 150.000 jóvenes (de 18 a 34 años) que viven en áreas socialmente vulnerables, más de 50.000 (33%) no tienen derecho de voto. Esto es una bomba de relojería, social y democrática.
Ante nosotros tenemos una de las batallas decisivas del siglo XXI. Mientras la extrema derecha nacional populista defiende el “Welfare chovinista” que pretende restringir el acceso a los derechos sociales a los nacionales de cada país. Las izquierdas y las fuerzas progresistas deberíamos encabezar la lucha por el reconocimiento de los derechos políticos a toda la ciudadanía, con independencia de su nacionalidad.
No será un camino fácil porque comporta ir a contracorriente de las tendencias tribales y nacionalistas en auge. Pero deviene imprescindible si no queremos retroceder en términos de civilización. El “demos” de ciudadanía debería ser un punto central del programa común de las izquierdas europeas.