No solo estamos ante una forma agresiva y hostil de hacer oposición al Gobierno del PSOE y Unidas Podemos. Conformarse con esa idea no solo es ingenuidad, es grave problema de miopía, casi ceguera. Más allá del cinismo hipócrita que desprenden los discursos políticos, el uso de un lenguaje burlesco y descalificador o del hecho de servirse impúdicamente de mentiras y fake news, la derecha española lleva más de un año poniendo huevos de serpiente. Las incontables decisiones políticas y medidas que van tomando allá donde gobiernan –como la del veto parental– lo confirman. Cada una de ellas, junto con su retórica y su conducta, permiten vislumbrar el peligro, permiten distinguir perfectamente lo que hay en el interior de cada uno de esos “huevos de serpiente”: la incubación del odio social, una guerra contra el avance de los derechos humanos.
“El huevo de la serpiente” es una vieja metáfora. Una manera de representar un peligro social inminente, de alertar sobre él. Un simbolismo que tiene su origen en una película de Ingmar Bergman con el mismo título. En ella se describe una sociedad muy similar a la que refiere el último informe de la Fundación Foessa. Una sociedad agotada, anestesiada, precarizada, desanimada, escéptica, sin rumbo ni muchas esperanzas. Aquella estaba ambientada en los años 20, no los de este siglo sino los que precedieron al auge del fascismo en Alemania e Italia.
Aquel mítico filme refleja con visionaria claridad cómo las ideas totalitarias señalan enemigos y los deshumanizan, cómo los salvadores de patrias se nutren de la indiferencia y de la angustia, del escepticismo y de las ganas de creer en algo, de las contradicciones personales y de los deseos de ser alguien, de la pobreza y de la abundancia. Bastó inocular el veneno del miedo y la inseguridad para que el odio social fuese lo suficientemente virulento como para, 70 años después, tener que bajar la mirada ante los horrores cometidos en el Holocausto.
Un siglo después nos vuelve a envenenar. No sé si ustedes lo notan y tienen la misma sensación. La vida política pisotea indecorosamente la vida cotidiana de la gente. La clase política de derechas ha secuestrado nuestro derecho a vivir para poder ellos sobrevivir a sus tramas de corrupción, a sus empresas quebradas, a sus redes clientelares, a sus deudas con la memoria histórica, a sus fracasos electorales, a sus fraudes a las leyes... a su propia extinción como especie fascista.
Intrigas, mentiras, reproches, problemas de conducta continuos e incitación al odio y desprecio. Hace meses que necesitan filtrar lo peor de ellos mismos a la sociedad. Solo así pueden sobrevivir en un mundo que de seguir avanzando en la senda de la lógica de derechos humanos terminará tragándoselos. Y su empeño en seguir viviendo del cuento facha va teniendo pequeños frutos. Cada día que pasa, en las conversaciones informales, se instala con total normalidad ese cinismo que desoye las reglas básicas de una ética de cuidados entre conciudadanos. La deseabilidad social ahora se logra al hacer lo políticamente incorrecto, siendo manada, acusando de dictadura a todo aquello que defienda políticas basadas en los derechos de las personas. Se puede ser obscenamente incorrecto en esta nueva era que en España ha inaugurado el trifachito. La insolencia, la agresividad y la mala educación son legítimas siempre y cuando se crea estar en lo cierto, aunque no sea verdad lo que se diga. Basta el autoconvencimiento y sentirse parte de un algo grupal.
Para ese autoconvencimiento no está haciendo falta mucho esfuerzo, basta con que alguien del PP, de Vox o de Ciudadanos refuerce las creencias más básicas, las más primarias, esas que siempre han estado ancladas ahí gracias los prejuicios, a los estereotipos, al clasismo y hasta a los miedos. Esas ideas conectan bien con los complejos, con la rabia, con la frustración, con las dudas, con la insatisfacción... con la necesidad de encontrar culpables, de descubrir sentidos. No hace falta informarse, es suficiente con que la información llegue a nosotros simplificando todo: buenos-malos, fuertes-débiles, nosotros-ellos, verdaderos-falsos, ganadores-perdedores, gente de orden-okupas, hombres-feminazis, familias-pederastas, mujeres-manadas de extranjeros, unidad – comunismo... Basta con que esos huevos de serpiente que pone la derecha sean incubados para justificar que “el mal” sea la regla.
Por eso, es imprescindible que el Gobierno llamado progresista tome conciencia de la responsabilidad que representa –en este contexto donde la derecha se traviste de fascismo– luchar contra la desigualdad social. Pero no solo. Dentro de los activismos, los feminismos, las organizaciones sociales, los tejidos asociativos y los agentes que influyen en los cambios es vital no contribuir a poner huevos de serpiente en nuestros propios espacios. Ninguna defensa de una causa, por muy legítima que la creamos, nos exime de la responsabilidad de no usar las propias certezas, aún a sabiendas de que siempre se ajusten a una única verdad, para destruir aquello que molesta, para humillar a quien no entra en nuestra idea perfecta de lo que son o deben de ser las cosas. Esto lo tenemos claro quienes defendemos la lógica de los derechos humanos: nada justifica perseguir a nadie.