Los datos son incontestables. La derecha, en su actual configuración, no tiene apenas posibilidades de gobernar en España. La aparición de Vox ha supuesto un curioso doble fenómeno. Por un lado, ha servido de estímulo pasional para un significativo número de votantes muy conservadores que estaban hartos de no poder reivindicar con orgullo y fanfarrias su ideología. El concepto de la derechita cobarde, acuñado en los sectores mediáticos ultras, sirvió a Abascal para abanderar un movimiento que ha conseguido arraigar en el corazón de cientos de miles de españoles que habitan con sentida emoción en el territorio del nacionalpopulismo, de forma similar a como ocurre en otros países de nuestro entorno.
Sin embargo, la reconquista de los valores conservadores promovida por Vox ha destrozado la estructura del reparto electoral en nuestro país. Ha tenido, por un lado, un efecto cuantitativo derivado de que la fragmentación del voto castiga el reparto de escaños en nuestro parlamento. Pero también ha tenido una importante consecuencia cualitativa. Ha llevado a un PP desorientado arrastrado por Aznar y los suyos a una radicalización creciente que tiene en la figura de su portavoz en el Congreso, Cayetana Álvarez de Toledo, su paradigma emblemático. En resumen, una derecha fragmentada y volcada hacia el radicalismo en fondo y forma se aleja inevitablemente de cualquier posibilidad de aspirar a ganar unas elecciones. Cuanto más ruidosas son las voces, más lejos se escuchan.
La rabia y la frustración animan a unir a la izquierda
Llama la atención cómo la visualización de su fracaso lleva a sus portavoces políticos y mediáticos a incrementar sus dosis de rabia y frustración. No parecen darse cuenta de que, de nuevo, esta irracional respuesta es suicida. En primer lugar, les aleja cada vez más de la orilla del centro político donde se encuentra la mayor parte del electorado. Pero, además, un discurso político que supura odio malsano y excluyente solo consigue reforzar la unión de la izquierda. La coalición de gobierno goza cada vez de mayor fortaleza. El pegamento que aumenta su cohesión es el miedo a una derecha desaforada que solo proclama venganza y confrontación.
Los convencidos de la filosofía aznarista mantienen que la petición de unidad y buenismo que proclama Pedro Sánchez es solo una estrategia de distracción, al sentirse seriamente dañado por los ataques continuados. Esta convicción les hace perseverar en seguir golpeando una y otra vez su cabeza contra el muro con la seguridad de que de un momento a otro se va a desmoronar. El dolor de cabeza y las heridas abiertas en la testa no les distraen. Están seguros de que con unas embestidas más, el muro va a caer. El paracetamol debe estar agotándose en los alrededores de Núñez de Balboa.
Creen que la crispación les hizo ganar elecciones
La derecha nostálgica cree que, a base de crispación y guerra sin cuartel en todos los frentes, acabó con los gobiernos socialistas en 1996 y en 2011. Su deseo de confrontación les nubla la visión. En ambos casos, no ganó la derecha. Perdió la izquierda, que no es lo mismo. En 1996 el deterioro del felipismo, tras 14 años en el poder, fue la razón de su caída. De hecho, pese a la absoluta desmotivación y desencanto de los votantes progresistas que exigían un cambio de rumbo en su representación política, las elecciones las ganó Aznar con enormes apuros.
La que se bautizó como la amarga victoria del PP se obtuvo por menos de 300.000 votos de diferencia y se pudo alcanzar el Gobierno tras un pacto con Jordi Pujol. Tras la derrota, el PSOE se deshizo. La salida de Felipe González provocó una enorme depresión en un partido cesarista que acabó con Joaquín Almunia como líder impulsado por el propio aparato felipista. En el año 2000, el PSOE perdió por incomparecencia. El PP creyó que era mérito suyo, se vino arriba e inició cuatro años de gobierno en constante descenso de su apoyo electoral. Zapatero recuperó el poder para la izquierda en 2004.
En 2011, tras una brutal campaña de desgaste y crispación, Rajoy gana las elecciones. De nuevo, los defensores de la estrategia de acoso y derribo creyeron que habían ganado ellos. El mismo error, otra vez. Cuando Zapatero anuncia que no se presentará por tercera vez a las elecciones, la izquierda termina por derrumbarse. Transmiten el evidente mensaje de que no van a pelear frente a la tremenda crisis económica que se avecina. Rubalcaba asume un débil liderazgo y acepta de antemano que su única aspiración es llegar a ser líder de la oposición y que su objetivo es que la derrota sea lo menos amplia posible. Renuncia a pelear en las urnas. La izquierda, otra vez, pierde por incomparecencia.
La derecha no es mayoritaria desde hace una década
Desde entonces, la derecha nunca ha vuelto a ganar realmente unas elecciones. Frente a un PSOE en plena crisis existencial, intentando salir del colapso tras la aparición del fenómeno Podemos, el PP consigue ser la lista más votada en las elecciones de 2015, lo que no le permite gobernar. La repetición electoral de 2016, frente a un Pedro Sánchez que aún no es conocido, ni reconocido, por buena parte de los votantes progresistas, vuelve a dejar a Rajoy sin posibilidad de aglutinar una mayoría suficiente para formar gobierno. Para entonces, las fuerzas nacionalistas, absolutamente alineadas contra la política recentralizadora de la derecha, pasan a consolidarse como un factor decisivo en el equilibrio político en España. Rajoy es investido al final gracias a los votos prestados por el PSOE. La derecha no tenía mayoría real para gobernar. Y así le fue hasta su caída en la moción de censura de 2018.
La situación actual es aún más dura para los populares. Como si Pavlov dominara su comportamiento, cada vez que oye la palabra “debatir” reacciona lanzándose al cuello de su adversario político en la izquierda. La estrategia no puede ser más desafortunada para ellos y más favorable para los intereses de las fuerzas progresistas. El problema real y serio es que quien paga realmente el deterioro de la convivencia es el propio país. En España resulta imposible alcanzar acuerdos transversales que redunden en la mejora de la vida de sus ciudadanos. Entre que España mejore o que se intente inútilmente derribar al Gobierno, no hay duda de cuál es la elección de la derecha.
Las tres posibles fisuras de la izquierda
La única opción que el PP tiene para gobernar España en los próximos tiempos es que, por tercera vez en la historia de nuestra democracia, la izquierda se autodestruyera por sus propios errores o por sus desavenencias internas. Las fuerzas progresistas, hoy en día, no son solo el PSOE. Tanto UP como los partidos nacionalistas tienen un peso muy importante. Además, en el centro subsiste una trascendental base electoral que puede ser decisiva y que ahora, tras la desaparición de Rivera, vuelve a contar con cierta capacidad de crecimiento y visibilidad. La amenaza para la izquierda tiene tres posibles fisuras. En primer lugar, como empieza a ser la habitual, derivada del chantaje independentista catalán. Un segundo flanco, de escasa importancia numérica, viene de la desconexión de las fuerzas radicales anticapitalistas del proyecto de Unidas Podemos. La tercera viene del sector centrista de los socialistas que, en torno a la figura de Felipe González y de algunos descolgados de Pedro Sánchez, parece dispuesto a complicar la vida a la coalición.
El próximo campo de batalla ya está definido. La crisis económica que se avecina será el centro de las hostilidades. Nadie mejor que Angela Merkel ha definido lo que va a pasar: “Las fuerzas antidemocráticas y los movimientos radicales autoritarios están esperando una crisis económica para utilizarla políticamente”. Seguro que también en España, como ocurrió en su discurso en el Bundestag, habrá grupos que se den por aludidos.