Quien a fuego se arrima, quemado termina. Quien con mal vecino mora, a veces llora... El refranero popular está lleno de advertencias sobre las consecuencias de correr determinados riesgos que se podrían evitar con solo guardar una prudente distancia. No haber guardado esa distancia es justo lo que ha hecho el PP con Vox desde la fundación de la formación de ultraderecha en 2013, y por eso el partido conservador está hoy quemado o llorando, según el refrán que se prefiera, en un berenjenal en el que se entreveran luchas intestinas de poder con una crisis profunda de identidad.
Hace algunos años, cuando eclosionaron los partidos de ultraderecha en Europa, se decía elogiosamente que España era la excepción de la regla gracias a que Aznar se las había ingeniado para embridar la efervescencia neofranquista bajo las siglas del PP. Y era así. Pero integrar al electorado más reaccionario tenía su precio, que fue la dificultad para construir una opción de centroderecha homologable a la de los países de nuestro entorno. El escenario cambió con las guerras de poder que se desencadenaron en el PP después del nombramiento de Rajoy como líder del partido. Sus enemigos dictaminaron que el nuevo timonel era un blandengue irredimible, y el mensaje fue calando en sectores del electorado de derechas hasta que, nueve años después, con Rajoy ya en la Moncloa, Santiago Abascal vio la oportunidad de fundar Vox tras disolver la Fundación para la Defensa de la Nación Española, una mamandurria –gracias por la palabra, tertulianos de la diestra– que le financiaba el PP madrileño de la liberal Esperanza Aguirre.
En aquel momento, Rajoy tuvo en sus manos el poder para redefinir la línea del partido y fijar con nitidez la frontera ideológica entre su formación y Vox. Tenía la legitimidad para hacerlo, al haber ganado las elecciones con una mayoría histórica, superior a la que obtuvo Aznar en 2000 en la cúspide de su popularidad. Tras una oposición feroz en la que llegó a tachar en sede parlamentaria a Zapatero de “bobo solemne”, “cobarde sin límites” o “patriota de hojalata”, el ánimo del líder conservador se había atemperado en la poltrona monclovita, permitiéndole aflorar su faceta más moderada. Que la derecha más extrema lo considerara débil constituía un activo a su favor para centrar al partido. Sin embargo, miró para otro lado. Año y medio después de dejar la presidencia del Gobierno y del PP, sostuvo que no se había ocupado “mucho” de Vox porque entonces “no era un problema” y “tenía cero diputados”. La declaración era un dardo contra su sucesor Casado, en cuya etapa había comenzado a despegar electoralmente el partido ultra, pero al mismo tiempo encerraba una confesión de su propia pasividad ante un problema que estaba ahí, y que no supo, o no quiso, ver.
Rajoy es en este momento, junto al presidente gallego Núñez Feijoo, el principal bastión dentro del PP contra Vox, como se evidenció el lunes en la inauguración de la convención popular. El exmandatario alertó contra los “partidos populistas” que “terminan muy lejos de las libertades y el Estado de derecho” y describió así el hábitat que incuba esas formaciones: “Identidades amenazadas, corrupción de los gobiernos, inmigración en su opinión exagerada y, muy importante, las crisis económicas. La dificultad para encontrar trabajo, los sueldos bajos, los servicios públicos que no funcionan, generan la tentación en algunos de apoyar partidos que creen que lo van a arreglar en un cuarto de hora”. Un diagnóstico impecable. No sobra recordar que en la era Rajoy se produjeron algunos de los mayores escándalos de corrupción de la democracia, que la economía del ladrillo y el empleo precario promovida por Aznar, y mantenida por Zapatero, agudizó en España el impacto de la crisis económica, y que el PP ha sido el adalid de los sueldos bajos y la privatización de los servicios públicos cuya eficiencia criticaba el expresidente; pero no nos detengamos en estas minucias. En febrero del año pasado, durante un mitin, Rajoy estuvo a un tris de reclamar un cordón sanitario contra Vox, como el que mantienen los grandes partidos de centroderecha europeos con las organizaciones de ultraderecha. “No es bueno que los extremistas, sean quienes sean, estén en los gobiernos o condicionándolos”, dijo. Pero se detuvo ahí.
En la esquina opuesta del ring se encuentra la iberotrumpista y flamante cronista de Indias Isabel Díaz Ayuso, que gobierna Madrid con el apoyo de Vox y que no vería ningún inconveniente para formar gobierno con el partido de Abascal allí donde hiciera falta. Incluso en la Moncloa, donde, según los sagaces analistas, la presidenta madrileña tiene puestos los ojos. No sería de extrañar que su objetivo a medio plazo sea empotrar –o engullir– a Vox en su proyecto y, ya puestos, derrocar al papa Francisco por cuestionar algunos “errores” cometidos por la Iglesia en la evangelización de América. Si hace seis siglos los pérfidos francófilos lograron deponer a nuestro Benedicto XIII, ¿qué nos impide poner hoy en la calle a un bolchevique argentino?
En algún lugar impreciso del cuadrilátero, desbordado por los acontecimientos y mareado con los altibajos de las encuestas, se encuentra Casado, con la vaporosa compañía del alcalde de Madrid, Martínez-Ameida. El líder del PP mantiene un duelo soterrado con Ayuso por el control del PP y está distanciado de Abascal, sobre todo a raíz de que este desafiara su papel de jefe de la oposición al presentar hace un año la moción de censura contra el presidente Sánchez. Sin embargo, ha evitado la ruptura con Vox, en parte para no precipitar una guerra abierta en el seno del PP y en parte para mantener puentes con los votantes del partido de ultraderecha, que en algún momento aspira recuperar para la causa popular. Es posible que Casado y sus estrategas estén buscando afanosamente algún punto geométrico entre la derechita cobarde y la derechona sin complejos para situar al PP, pero lo único que se ve de momento, más allá de la algarabía cotidiana contra el Gobierno por lo que haga o deje de hacer, es un lío colosal, como diría Rajoy, en torno al proyecto político del principal partido de oposición.
En realidad, el desafío que plantea la presencia de Vox también atañe a los demás partidos, que harían bien en poner sus barbas en remojo. Los estudios demoscópicos demuestran que el partido ultra se nutre no solo del viejo voto de derechas, sino también, aunque en menor medida, de los sectores populares desencantados con las opciones progresistas y de los caladeros del abstencionismo. Pero de eso hablaremos otro día.