Hubo un tiempo ancestral en el que los reyes aseguraban que sus privilegios procedían del derecho divino. Dios los había puesto en lo más alto de forma mágica, como por arte de encantamiento. No se podía exigir responsabilidad por sus actos al monarca: era la divinidad en la tierra y juzgar al rey era tan irrealizable como imputar un delito a Dios. La inviolabilidad real es un vestigio de aquellas concepciones.
La sociedad democrática actual parte de visiones muy distintas. Los cargos estatales no deben sus puestos a ninguna deidad sobrenatural, sino que están fundamentados en la legitimidad democrática. Cada persona cuenta con un voto para elegir a sus gobernantes. Los derechos y deberes se desarrollan desde el principio de igualdad ante la ley. A partir de ahí, podemos exponer una premisa difícil de cuestionar para cualquier demócrata: todos los cargos públicos deberían actuar con transparencia, rendir cuentas y dar explicaciones de su gestión.
Ese axioma no habría de contemplar excepciones. Debe aplicarse a los alcaldes, a los presidentes autonómicos o al presidente del gobierno. Y también al jefe de Estado, tanto en una república como en una monarquía parlamentaria. Solo se puede defender lo contrario si se invoca el arcaico derecho divino de los reyes, como si siguiéramos en la Edad Media. Lo resume muy bien José Antonio Zarzalejos, periodista monárquico de prestigio y nada sospechoso de revolucionario, cuando indica que una monarquía parlamentaria carece de sentido si no actúa con transparencia, austeridad y ejemplaridad responsable.
Por ejemplo, si cualquier cargo político debe presentar una declaración de bienes, con la finalidad de prevenir incrementos patrimoniales fraudulentos, sería conveniente que el jefe de Estado hiciera lo mismo. Si cualquier organismo público debe divulgar cómo ejecuta sus presupuestos, no se acaba de entender que la Casa del Rey pueda actuar con opacidad en la gestión económica del dinero público que recibe. Si cualquier gobernante debe responder penalmente por percibir un soborno, representa una carta blanca muy inquietante que el jefe de Estado sea inviolable y pueda quedar impune si perpetra exactamente la misma conducta. Como señala Andrés Boix, determinados blindajes son dudosamente conciliables con las tendencias normales en una democracia.
De hecho, los escándalos que han afectado al rey emérito pueden relacionarse con facilidad con esa ausencia de controles y con esa presencia de privilegios. Probablemente, con una regulación adecuada de la institución no se habría llegado a la situación actual. En palabras de Elisa de la Nuez, en una democracia moderna es una anomalía que la jefatura del Estado quede al margen o por encima del ordenamiento vigente.
Una gestión integral contra la corrupción no puede ignorar la enorme relevancia del principal órgano simbólico y representativo del país. El deterioro institucional en ese ámbito acaba impregnando al conjunto de la vida pública, como las filtraciones de un tejado que dañan hacia abajo toda la vivienda. Entre otras cuestiones, nuestro crecimiento en calidad democrática pasa por la incorporación de controles, contrapesos y mecanismos de transparencia en ese vértice institucional. Seguro que habrá quienes se opongan y muestren su añoranza por el sacrosanto derecho divino. Sin duda, los demócratas deberíamos profundizar en los valores de la ejemplaridad.