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El derecho de las mujeres a los espacios públicos

Vista del inicio de una manifestación en Madrid convocada con motivo del 8M.
23 de marzo de 2021 22:28 h

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Desde la lógica de los derechos humanos, el espacio público está por todas partes. Prácticamente todo lo que nos rodea, incluso las redes sociales, sería espacio público entendido como los lugares en los que se despliegan nuestros derechos civiles y nuestros derechos políticos. La libertad de expresión, de pensamiento, la igualdad, la participación, el respeto a la integridad personal serían solo algunos de esos derechos que, lejos de desaparecer, se convierten en esenciales cuando estamos en las calles, en los parques y en los supermercados, esperando en la fila de una institución, en una sala de reuniones, en los pasillos de las estaciones y los vagones de tren, en las aulas y patios de las escuelas y, por supuesto, también en un plató de televisión o en una sala de comparecencias del Congreso de los Diputados. 

Ninguno de estos derechos es absoluto. Sin embargo, son absolutamente imprescindibles en un sistema democrático basado en los instrumentos de derechos humanos. El derecho al espacio público es indispensable para la sana subsistencia humana y para la convivencia pacífica. El derecho al espacio público resulta especialmente importante para quienes han sido excluidas y excluidos de esos lugares de todos en base a creencias erróneas, estereotipadas y prejuicios infundados. El derecho a ser, estar y desarrollar actividades individuales y colectivas en el espacio público sin miedo ni restricciones es parte de uno de los pilares de un sistema democrático: los derechos civiles y políticos. 

El derecho al espacio público es, en definitiva, el derecho a la ciudadanía, el derecho a la voz, a la presencia, al respeto y a la vida. Un derecho que a las mujeres se les sigue negando y obstruyendo a pesar de los avances y de los logros alcanzados. Todos esos lugares públicos, esos espacios donde ser ciudadana, siguen teniendo rincones y esquinas –unas veces ocultas y otras a ojos de todos– donde las mujeres son objeto de comentarios no deseados sobre su físico, su forma de vestir, su manera de pensar... Opiniones estereotipadas que pretenden inhabilitar las decisiones de las mujeres y anular su autonomía y libertad, cuando no directamente se las insulta, intimida o agrede.

Sigue perviviendo en nuestra sociedad esa creencia patriarcal y ultraconservadora de que si una mujer está en el espacio público se convierte automáticamente en objeto y objetivo, en mujer de todos, en cosa pública. En definitiva, en “mujer pública” como sinónimo de “no respetable”, de “no decente”. Una idea muy distinta y dispar a la que permea cuando, por ejemplo, la RAE, habla de “hombre público” al señalarlo como “hombre que tiene presencia e influjo en la vida social”.

Esta exposición en los espacios públicos a las violencias machistas y al acoso sexual, a los comentarios estereotipados y discriminatorios se agrava y agranda cuando las mujeres deciden, además, ejercer de forma activa su derecho político a la representación, sea está en un gobierno, en un partido, en un sindicato, en una organización, en una institución, en una empresa... Solo de esa forma se puede explicar muchas de las actuaciones que, parapetadas en una mal entendida libertad de expresión, se vienen produciendo en nuestro país hacia mujeres políticas. 

La ejemplificación más evidente de este tipo de violencia política que se dirige hacia mujeres que están en la vida pública la representa Irene Montero. La ministra de Igualdad recibe ataques diarios y constantes cada vez que aparece públicamente, la mayor parte de ellos basados en estereotipos machistas y discriminatorios. Ataques que deberíamos dejar de ver como algo individual hacia ella (como si se lo mereciera por alguna razón ajena a la lógica de los derechos humanos) puesto que en realidad contienen un mensaje para todas las mujeres (esta vez políticas), tal y como se pudo comprobar hace unos días con el comentario sexista que le dirigió un diputado del PP a la ministra Yolanda Díaz.  

El lenguaje, no lo olvidemos, tiene una función disciplinadora y funciona como dispositivo de poder, como reproductor de realidades y significados, como una suerte de jerarquización de cuáles son los lugares de hombres y cuáles los de mujeres, de jerarquización de “lo masculino” sobre “lo femenino”. 

En estos tiempos convulsos estamos a tiempo de comprender la importancia y necesidad de que los espacios públicos dejen de ser lugares hostiles para las mujeres, especialmente aquellos que están a la vista de todos y todas, aquellos que tanto influyen de forma masiva en la opinión pública y el anclaje de los estereotipos y prejuicios. En esas plazas públicas, vitales para la integridad de las mujeres, son tiempos de defender el espacio donde se desarrolla la vida política, pero también el ágora digital que son las redes sociales y, por supuesto, esos otros programas en horario de prime time que son los lugares públicos donde también las mujeres tienen derecho a expresarse libremente sin ser deslegitimadas por dónde lo hacen. 

No podemos permitirnos ni como sociedad, pero sobre todo como comunidad de mujeres, disidencias y mal llamadas minorías que solo algunas mujeres se arriesguen a romper la cultura del silencio y a expresar lo que piensan, sienten, desean o deciden poniendo el cuerpo por todas porque eso también es violencia, es violencia política.  

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