El derecho a ofender
Lo venimos leyendo desde hace años en columnas, tribunas, debates y púlpitos: la libertad de expresión está en peligro porque por nuestra sociedad se pasea imperturbable la Santa Compaña de la Cultura de la Cancelación. Los culpables: los guerreros de la justicia social, los santurrones de la moral, los ofendiditos, los que exageran su vulnerabilidad. Como consecuencia de esta notable amenaza ya hace años surgió un género de intelectuales públicos cuyo principal -y a veces único- atractivo es su declarada voluntad de defender la libertad de expresión. La idea básica de su tesis es la siguiente: en los buenos tiempos –los pasados- la gente podía aceptar una broma o un comentario políticamente incorrecto, ya no. El statu quo se ha reducido a un grupo de flojos quejumbrosos.
¿Qué sabemos de ellos? Los nuevos Guardianes Rojos de la Moral son mayormente jóvenes, de izquierdas y se ofenden fácilmente. ¿Vosotros habéis notado esa perturbación en vuestra libertad de expresión? Probablemente no. La mayoría de las personas hemos seguido imperturbables con nuestras vidas. Porque más allá de un puñado de polémicas sobreexpuestas –la mayoría en universidades estadounidenses- nadie en su día a día sabría identificar en qué le afecta esa cultura de la cancelación. Pero hablemos de libertad de expresión.
Yo personalmente estoy de acuerdo en la amenaza que supone que un conjunto de personas imponga reglas estrictas que limiten nuestra capacidad de expresarnos. Pero, ¿no es eso precisamente lo que hacen desde ciertos sectores conservadores? ¿No son ellos los que hiperventilan cada vez que sale una vulva en una obra de teatro, cada vez que se bromea sobre religión, cada vez que un libro de texto habla de sexualidad, cada vez que alguien hace una performance con algún asunto religioso, cada vez que sale a la palestra el debate sobre la educación sexual, o ahora con la mil veces ya mentada vaquilla del Grand Prix? ¿No son ellos desde algunos de sus aparatos justicieros como Hazte Oír los que, en realidad, viven y se lucran de intentar limitar la libertad de expresión? ¿No son ellos los que critican el adoctrinamiento ajeno mientras pretenden adoctrinar a base de denuncias?
A falta de una calculadora panglobal de la ofensa que mida exactamente qué cosas deberían ofendernos más como sociedad, las personas tenemos nuestros propios baremos. Lo dice Salman Rushdie, que de ofender sabe bastante: “Nadie tiene derecho a que no lo ofendan. Ese derecho no existe en ninguna declaración que haya leído. Si alguien se ofende, es tu problema y no pasa nada: muchas cosas ofenden a mucha gente”. Si de verdad queremos una sociedad libre, tenemos que defender el derecho a ofender –con el límite obvio de la incitación a la violencia–. Y más allá de eso, tenemos que defender también la posibilidad, siempre probable, de sentirnos ofendidos por alguien. Porque lo que protege el derecho de las personas a decir cosas que yo considero ofensivas es precisamente lo que protege mi derecho a ofender. Esto, claro, salvo que el ofendido lo sea de forma obscenamente impostada.
29