El pasado 26 de noviembre ocurrió algo importante que pasó en general desapercibido: el Parlamento de Bruselas aprobó una ley mediante la cual se garantiza a la nieve el derecho a ser blanca. No. Perdón. El pasado 26 de noviembre el Parlamento europeo aprobó una ley que garantiza a los ciudadanos europeos “el derecho a reparar”. ¿El “derecho a reparar”? Algo extraño ha tenido que pasar en nuestro mundo, a nuestras espaldas, para que haya que reconocer desde el poder legislativo la ancestral y diminuta batalla humana contra la fungibilidad material, y ello hasta el punto de que la medida –tan rara es su formulación– suena en nuestros oídos con timbre poético y casi subversivo: como si se nos concediera “el derecho a cosernos un botón” o “el derecho a peinarnos”. La propuesta del órgano legislativo de la UE apuesta por limitar los productos de “usar y tirar”, obligando a los fabricantes a asegurar la reparabilidad de los dispositivos electrónicos o, al menos, a informar sobre su vida útil. Una ley extravagante nos revela, de pronto, la naturalidad con que una sociedad basada en la propiedad privada –dizque– había aceptado no ser dueña de los productos que compra en el mercado. Una ley estrafalaria nos revela, de pronto, la mansedumbre con que nos habíamos dejado robar, aún más, la “condición humana”.
¿Derecho a reparar la lavadora? ¿Es que estaba prohibido? Estaba, digamos, bloqueado de raíz en la producción, en la distribución y en el consumo. Bloqueado en la producción a través de la obsolescencia programada, que fabrica silenciosas bombas de relojería con apariencia de teléfono o de batidora, sincronizadas para autodestruirse apenas neonatas. Bloqueado en la distribución mediante la desaparición o encarecimiento de los servicios de reparación. Y bloqueada en el consumo, donde se ha instalado esta suicida mentalidad anti–conservadora: “no vale la pena arreglarlo”. No hace falta mencionar, por consabido, el coste ecológico de este bloqueo, tanto en lo relativo al agotamiento de los recursos como a la multiplicación de los desechos contaminantes (el 90% de lo que se fabrica hoy dentro de seis meses ha ido a parar a la basura). Me interesa en mayor medida, porque es además su fuente, la vertiente antropológica de esta locura.
Hay que entenderlo bien. Mediante el reconocimiento del “derecho a reparar” lo que la UE nos devuelve, en realidad, es el “derecho a usar”. O si no nos lo devuelve del todo –para eso haría falta una política decididamente anticapitalista– al menos nos devuelve “la idea”, perdida en la circulación mercantil misma. En el mercado capitalista, ya literalmente totalitario, no circulan cosas sino mercancías. La mercancía es, digamos, una entidad semifísica que no tiene tiempo de convertirse en cosa. Es física porque depende materialmente de la naturaleza que desgasta. Pero es solo semifísica porque el mercado no le da tiempo suficiente para llegar a ser un objeto; es decir, un depósito de atención, personalidad y memoria. Si usáramos las mercancías, a través de nuestras manos cobrarían vida y dejarían de ser mercancías; o lo serían sólo porque, conservando en su seno un resto de “valor de uso”, aún podrían ser revendidas extramuros del capitalismo, en un mercadillo popular gestionado por cuerpos también usados, pero racionales y vivos.
La velocidad de la renovación de las mercancías, asociada a su fungibilidad fulminante, determina esta paradójica consecuencia: la de que su sobreproducción y renovación ininterrumpida genere una “sociedad sin cosas”: la primera sociedad sin cosas de la historia. El mercado capitalista altamente tecnologizado es mucho más que fetichista: es nihilista. No vende ya nada, ni siquiera falsos relatos o pictogramas fraudulentos, como pretendía Marx en el siglo XIX. Ni siquiera propiedades. Somos dueños del acto de comprar, pero no del producto comprado. En términos humanos, la propiedad es simplemente usufructo; y el usufructo presupone la libertad de cuidar, remendar, reparar. En términos mercantiles, la propiedad atañe asimismo a la posibilidad de la reventa, anulada de hecho por la aniquilación del carácter “cósico” del objeto. La escisión definitiva entre el valor de uso y el valor de cambio hace a las mercancías al mismo tiempo “inutilizables” e “invendibles”. De esa escisión, inscrita hoy en la entraña misma de la conciencia, se desprende también, por lo demás, un sujeto sin cuerpo, cuya soberanía y autoestima se agotan en el “punto” de compra: en el “chute” de la compra. Sólo las cosas que podemos reparar son “nuestras”, se parecen a nosotros, adquieren un cuerpo como el nuestro en su duración tangible; sólo las cosas que podemos reparar, y con las que tenemos una relación duradera, nos constituyen en sujetos de una biografía. El mercado vende nada a nadie; y de esa manera, a fuerza de inutilizar las cosas y hacerlas invendibles, niega la humanidad de sus consumidores al tiempo que se niega a sí mismo.
Ahora bien, si prestamos un poco de atención, nos percatamos de que la paradoja va aún más lejos, porque el “derecho a reparar” invocado ahora por la UE reintroduce en el mundo, con el “derecho al uso”, el concepto trágico de “irreparabilidad”; reintroduce, pues, el mundo mismo. El derecho a reparar desliza, sí, en las condiciones del mercado, la tragedia de la finitud. Fijémonos. El mecánico del servicio de reparaciones al que llevamos nuestra tablet o nuestra batidora, no nos dice: “es irreparable”. Nos dice “no se puede arreglar”. Y nos dice “no se puede arreglar” porque “irreparable” es un adjetivo catastrófico que nos sitúa fuera del mercado, en esa intemperie donde existen los cuerpos, se les toma cariño y finalmente perecen sin que se los pueda reemplazar en el Carrefour o en Samsung. “Irreparable” es la muerte. De la nada pasamos, de pronto, a la cosa viva; y de la cosa viva a los límites de la existencia. El “derecho a reparar”, en la medida en que nos devuelve el valor de uso de los objetos y, por lo tanto, los objetos mismos, nos devuelve también su finitud y mortalidad; el hecho, invisible en el mercado, de que las cosas, al contrario que las mercancías, están vivas y por lo tanto se mueren. Por muchas veces que las podamos reparar –y las podríamos reparar más veces si las hubiesen fabricado para eso– nuestro viejo coche (tan viejo que ya tiene nombre) o nuestro viejo sillón (tan viejo que tiene ya la forma de nuestros estados de ánimo) al final, como nosotros mismos, se vienen abajo y hay que despedirse de ellos. Así que el derecho a reparar, el derecho a usar, el derecho a mantener relaciones con objetos y no con mercancías nos restituye el espacio real, donde el cuerpo, la acción, el placer, la belleza son inseparables de la conciencia de nuestros límites y, en consecuencia, del dolor de asumir que aquello que no es sustituible ni renovable, precisamente porque se puede reparar deviene también irreparable. Todo eso lo hace desaparecer de un plumazo el mercado y sus tecnologías ancilares.
Así que la ley aprobada por el Parlamento europeo nos recuerda todo lo que ha destruido ya el mercado y todo lo que nos queda por recuperar. Nos recuerda que vivimos en un mundo tan primitivo y magmático que en él aún no se han formado los objetos, cuyo derecho a la existencia (antes aún que el de los animales) hay que defender con infatigable denuedo moral; un mundo tan despiadadamente consumista que nos obliga a reivindicar, como un gran progreso civilizatorio, nuestro derecho a usar nuestra lavadora y nuestros zapatos, pero también a ser usados por nuestros hijos, nuestros amantes y nuestros amigos.