Desmontando mitos sobre la figura del brillante emprendedor
El significado de emprender es “acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro”. Por si encerrar dificultad o peligro fueran poca cosa, según la Real Academia Española el término tiene una segunda definición: “prender fuego”. Y es que, en los últimos 15 años, tanto en España como en gran parte del mundo se ha consolidado una nueva figura que simboliza el éxito en sí mismo: el emprendedor o emprendedora. El imaginario fáctico ha consolidado a este personaje como un soñador que ve más allá, que no encaja dentro del gris camino del asalariado y lo abandona para tomar la vía del riesgo, un pasaje con pruebas, vértigos y peligros que afronta por decisión propia. Vicisitudes que le terminan consolidando como un hombre hecho a sí mismo, un héroe que consigue su recompensa en forma de reconocimiento y riqueza. Cualquier paralelismo con figuras como Luke Skywalker de Star Wars o Neo de Matrix son pura coincidencia.
Alejándonos del mito, cuando hablamos de emprendimiento estamos en realidad aproximándonos a una combinación virtuosa entre capital y fuerza de trabajo que se fusionan y personifican generalmente en una persona para explotar una brecha en el sistema. Una oportunidad que el tejido económico o empresarial hegemónico no está aprovechando, pero que efectivamente resuelve un reto o necesidad y que, por lo tanto, tiene un valor.
Por mucho que se pueda complejizar mediante sofisticadas estrategias o planes de negocio, ese valor es el quid de la cuestión. La simple realidad es que, si la suma de los recursos empleados para generar esa solución supera el valor generado resultante, el emprendedor fracasará inevitablemente. Según el Mapa del Emprendimiento 2021, el 90% de las start-ups creadas en nuestro país fracasan antes de los tres años; es decir, 9 de cada 10 emprendedores no consigue generar un valor resultante mayor al invertido. Entonces, ¿por qué emprenden? Son muchas las hipótesis que se tendrán que ir resolviendo por el camino y que finalmente inclinarán la balanza en una u otra dirección. Emprenden porque las variables en la combinación del valor invertido son múltiples y también susceptibles de aumentar en eficiencia. Además, porque el valor resultante es cambiante en función de su contexto, lo que posibilita apostar a espacios de captación de valor futuro. La parte más romántica del emprendedor es precisamente esta. Arriesgar su fuerza de trabajo y capital a que el valor nuevo creado por él será imprescindible en una sociedad futura. Con el tiempo habrá otras muchas soluciones parecidas, pero el innovador es el primero. Y tiene premio.
Lamentablemente, emprender no es para todo el mundo. La persona y sus características son determinantes. Habilidades como el ingenio, la resiliencia, la capacidad analítica, la tolerancia al riesgo, la constancia y el trabajo duro son habilidades muy positivas para emprender. Tan positivas como inútiles sin un contexto adecuado en el que cultivarlas. Efectivamente, emprender no es para todo el mundo. No lo es por cuestiones de formación, recursos y estabilidad; ser emprendedor es para quien se lo pueda permitir en función de su origen, también sexo y, por supuesto, la clase social en la que ha nacido y crecido. Acorde a la estadística y a excepción de algunas nobles y extraordinarias anomalías, el emprendimiento es elitista.
Según el Mapa del Emprendimiento 2021, el 98% de los emprendedores tiene título universitario y el 78%, al menos un máster. Además, el 80% de los emprendedores son hombres. Aunque suelen disponer de mayores índices de cultura emprendedora, según Acción contra el Hambre, las personas extranjeras se enfrentan a mayores dificultades a la hora de emprender, sobre todo en lo relativo a la legislación y la administración -y más aún para nacionalidades extracomunitarias-.
La clave está en el miedo. Según el último Informe Global Entrepreneurship Monitor, el 64% de la población española indica que el miedo al fracaso es un impedimento para tomar la decisión de emprender. ¿Miedo a terminar contabilizando como uno de esos 9 de cada 10 emprendimientos que se estrellan? No, miedo a fallar y caer sin una red de seguridad en la que poder aterrizar. El fracaso tampoco es para todo el mundo, sino para quien pueda permitírselo.
Pero, ¿qué estamos perdiendo como sociedad siendo el emprendimiento restringido a la gran mayoría de la población? Existen hoy muchas personas con muy buenas ideas, personas con las características individuales óptimas para emprender. Personas que podrían aportar muchísimo valor e impacto positivo a través de futuras soluciones. Lo que no tienen es la opción de fracasar y, por lo tanto, no se lanzan.
El concepto emprendedor es un término ligado hoy día al ámbito económico, pero, en realidad, es un concepto que bien puede extenderse a cualquier ámbito. Alguien que desafía las estructuras hegemónicas existentes mediante la creación de algo nuevo. Así, figuras como Martín Lutero en la religión o Pablo Picasso en el arte pueden considerarse brillantes emprendedores. Y, de hecho, así avanzan las sociedades. El mundo gira y se transforma porque cuando un paradigma comienza a mostrarse fatigado o amortizado, le crecen las brechas, agrandadas y explotadas estas por nuevos emprendedores que traen consigo un nuevo planteamiento. Nos proponen otra manera de ordenar y entender la realidad. Y su propuesta se adaptará mejor que las existentes hasta entonces. Tanto, que la brecha se agrandará hasta romper el muro del paradigma para terminar suplantándolo y convertirse así en el siguiente, un nuevo establishment.
Actualmente esa posibilidad está prácticamente restringida a las clases más pudientes y acomodadas de este país. Pero, ¿qué pasaría si cualquiera pudiera atreverse a transformar el mundo? o lo que es lo mismo, ¿Qué pasaría si todos pudiéramos permitirnos fracasar?
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