En 'Manual de desobediencia civil', de Mark y Paul Engler, un libro que deberían leer los jóvenes que estos días justifican el uso de la violencia (y los que equivocadamente bendicen esta estrategia), se advierte de que en el momento en que los activistas se vuelven violentos, entran en el terreno preferido del statu quo, que es experto en superar a sus adversarios. El statu quo incluye desde la fuerza que tiene cualquier Estado (en el sentido metafórico y literal del concepto fuerza) a muchos medios de comunicación que aquí anteponen la audiencia a la verdad o un análisis mínimamente fundamentado.
La protesta es molesta porque si no, nunca llega a los oídos de quienes deben escucharla, pero a la vez debe huir de oportunismos y evitar que se descontrole. La llamada resistencia civil está estudiada, documentada y no hace falta remontarse a Gandhi. Los insumisos a la mili y a la prestación social sustitutoria practicaron en España la desobediencia como fórmula política para conseguir el cambio. No sin sacrificios personales. Llegaron a entrar en prisión 1.500 jóvenes antimilitaristas y aún hoy, tres décadas después, sigue siendo el movimiento de desobediencia civil más grande y exitoso que ha vivido este país.
A raíz de los disturbios que se han producido en Barcelona se ha recuperado el debate sobre los límites de la protesta y quien levanta la vista de la pantalla y busca profundizar en el problema se cuestiona si estamos ante un episodio de desobediencia civil protagonizado por miles de jóvenes catalanes. La primera consideración y que debería servir como premisa es que la desobediencia civil tiene que ser pacífica. Si abraza la violencia, no es desobediencia civil.
Existe casi más teoría que práctica sobre cómo debe ser un movimiento de resistencia civil. Hay un cierto consenso entre los teóricos en que este tipo de movimientos deben poder mantenerse durante un periodo de tiempo y, a la vez, requieren de algún tipo de organización y no poca disciplina. Esto es, una estructura, incentivos de participación y medios para obtener apoyos. De ahí que el Tsunami Democràtic se acerque más a la desobediencia que los contenedores quemados en el centro de Barcelona. Para el statu quo es más fácil tratar un episodio de orden público que hacer frente a un movimiento de desobediencia bien organizado. No sabemos aún si en Catalunya existe o no, pero la estructura clandestina que permitió que el 1-O hubiese urnas y papeletas demuestra que existe un precedente.
El error que comete estos días una parte del independentismo es subrayar solo los excesos policiales y expresarse con una cierta ambigüedad respecto a la violencia. La última ha sido la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, al señalar que los disturbios ayudan a “visibilizar” qué pasa en Catalunya. Primera consideración: nada que parezca una justificación de la violencia es aceptable. Segunda: visibilizar en este caso no es sinónimo de obtener más apoyos a su causa. Y tercera: rebajar el nivel de rechazo a la violencia no es solo peligroso sino que es contraproducente para el independentismo.
Argumentos como los de Paluzie y un paternalismo mal entendido respecto a los disturbios son un error mayúsculo que solo contribuyen a dar argumentos a los que criminalizan a un movimiento que siempre se ha regido por el pacifismo. Es, además, una manera de aislarse. La radicalidad en defensa de unas posiciones no pueden llegar al extremo de desacreditar todo el independentismo ni dar argumentos a los que defienden que no puede haber ningún tipo de negociación ni concesión al secesionismo catalán.
Este martes la atención se ha centrado en las universidades catalanas. Los accesos a los tres campus de la Pompeu Fabra (UPF) de Barcelona y a la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC) de Manresa han sido bloqueados con sillas y mesas por piquetes para disuadir la asistencia a clase del resto de estudiantes. Las imágenes han sido repetidas en bucle por muchas televisiones, obviando que en el resto de universidades, incluidas las siempre combativas Autónoma y Central de Barcelona, la huelga estudiantil ha tenido una incidencia mínima. En todo caso, los estudiantes que no se han sumado a la huelga deben tener los mismos derechos que los que han decidido no asistir a clase. La juventud no es excusa para no entender este principio. La periodista Gemma Tramullas firma una crónica en El Periódico en la que se relata que a las puertas de la Pompeu Fabra un estudiante del piquete se acabó abrazando con una alumna que sí quería ir a clase: “La fraternidad ante todo”, decían ambos. Es una buena lección y una imagen que no se repetirá en las televisiones pero que tal vez ayudaría a desinflamar el conflicto, aunque fuese solo un rato.
Los estudiantes, algunos de los cuales estos días habrán escuchado en su casa aquello de 'yo a tu edad ocupé el rectorado de la UAB', y los políticos que eluden sus responsabilidades, sea en Madrid o Barcelona, harían bien en tener presente la frase de Rebecca Solnit, autora de 'Esperanza en la oscuridad', ensayo de cabecera para muchos activistas: “Siempre es demasiado pronto para irse a casa. Y siempre es demasiado pronto para calcular sus efectos”.