Destete
Solo a mí se me ocurre destetar a mi hijo durante la Semana Mundial de la Lactancia Materna. Y con luna llena en Acuario. Las lobas aúllan, las Perseidas se preparan para tirarse del firmamento. Solo a mí se me ocurre escribir una columna de opinión sobre el destete (“Chica, ¿a quien le importan estos temas?”). Ítem plus: escribir sobre el destete la semana en que un hijo real, para salvar la corona, sometió a su padre a un destete simbólico sin precedentes. Mi hijo, sin embargo, con casi dos años, idolatra mi pecho. Y eso da vía libre a todo tipo de juicios: “Eres adicta”, “¿Todavía le das, con lo mayor que es?”, “¿Está súper enmadrado, no?”. A veces pienso que no hay nada más subversivo que una crianza gozosa. Es algo sospechoso. Algo que acabará mal. Se las apaña para concitar las críticas de todas las fuerzas de orden: desde el feminismo igualitarista hasta todo tipo de señoras y señores de diverso pelaje y procedencia social.
En verdad, no hace tanto, yo también formaba parte de ese equipo. De las que juzgaba a las madres que practicaban la lactancia (¿quién decide el matiz del siguiente adjetivo?) prolongada. “Adictas”, seguro que llegué a pensar alguna vez. No tenía ni idea. Curioso cómo nos arrogamos el derecho a juzgar sobre tantas experiencias en las que no pusimos el cuerpo. Yo no sabía lo que era dar la teta. No sabía del disfrute (tampoco de la lucha, que vaya si me costó establecerla, eso da para otra columna). Del placer sexual que implica (insertar aquí escándalo y tabú). Sí, la lactancia es una expresión más de nuestra vida sexual. “Obscena, depravada”. ¿Por qué juzgamos tanto a las madres? ¿Por qué abominamos socialmente del apego? ¿Qué resortes se nos despiertan ahí? Los sacrificios en pos de la individualidad del sujeto moderno se realizan desde la cuna.
Yo, por ejemplo, quería haber destetado antes del confinamiento. Porque también hubo momentos, claro, en que me sentía agotada, demandada y vampirizada por un ser angelical. Pero ahora me alegro de no haberlo hecho entonces: la lactancia me salvó la pandemia. La teta lo centraba, ergo nos centraba, le ayudaba a dormir, ergo descansábamos, lo calmaba, ergo rebajamos tensión. Hasta le entretenía cuando se aburría soberanamente (y nadie sabe la cantidad de mails que se pueden escribir con una sola mano). A veces me decía a mí misma, ya, para. Enséñale a parar. Pero, ¿justo ahora? ¿Tiene que ser justo ahora? ¿Cuando el mundo le estaba negando todo: la escuela, los columpios, socializar...? A la mierda, me decía. Esperaremos un poco más. Cambiaremos juntas de fase. Y así lo hemos hecho. No he escrito un comunicado a mi hijo para comunicarle que abandonaba nuestro país exclusivo, no. Durante semanas he ido espaciando y suprimiendo tomas, le he ido explicando que la leche se va pero la teta se queda (“Esta tía no está bien, en serio”).
El destete es un proceso que forma parte de la lactancia, es el fin de una intimidad específica e irrepetible, pero estoy dispuesta a vivirlo. Cuando empecé a dar de mamar, justo después de que las grietas me dejaran empezar a disfrutar, estaba literalmente fascinada por la leche que salía de mis pezones como una fuente. En serio, no sabéis lo que es. Todavía hoy lo estoy. Sin embargo, aún dudo de que algo tan increíble tenga derecho a ser tema de una columna de opinión. Hasta ahí llega mi represión cultural. “De la teta también se sale. Vendrán otras maneras de dormirle, calmarle, centrarle. Si realmente estás cansada, no tengas dudas. Antes de que te agotes”, me comentó una sabia amiga en Instagram. Así sí. Me lo tatúe, esperé a la luna llena de agosto, y con nocturnidad y alevosía, lo dejé. Aquí están mi regazo y mi olor esperándote como la mejor de las sinécdoques (“Qué cursis os ponéis, de verdad”). Aprenderé a calmarte sin esta herramienta mágica (“Muy bien, niña, ya era hora”). Así que ya lo hice. Hice el destete. Escribí esta columna. Ahora voy a descansar, como una reina. A esperar a ver las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo caer entre la Vía Láctea. Alguna mía también caerá, eso seguro.
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