Día 8 de Marzo, Mujeres y Empleo

En esta crisis apenas hemos visto lo que les estaba pasando a las mujeres. Primero porque cuando hablamos de empleo solemos referirnos únicamente al trabajo remunerado, lo que ya de partida expulsa de nuestra consideración el trabajo de cuidados sin remuneración que realizan miles de ellas. Como las estadísticas oficiales no lo consideran trabajo, no se contabiliza entre los efectos de la crisis lo que pueda estar sucediendo respecto del mismo dentro de los hogares. En segundo lugar, la crisis ha afectado a sectores de actividad productiva, como la construcción, con una mano de obra mayoritariamente masculina, lo que ha conducido a que la pérdida de empleo entre los hombres haya sido muy significativa. El hecho de que, de los más de 3,5 millones de empleos perdidos durante la crisis, más del 78 por ciento hayan sido empleos de hombres, ha provocado que las pérdidas de empleo femeninas se hayan visto empequeñecidas. Sin embargo, más allá de las comparaciones entre hombres y mujeres, y de la suerte que hayan corrido los primeros, conviene fijar la atención en ellas, porque es la única manera en que sabremos todos los efectos de la crisis y la única, así, en que podremos acertar con las políticas a desarrollar para hacerle frente.

Casi 760.000 mujeres han perdido su ocupación desde que empezó la crisis, más de 280.000 de ellas el último año. Hoy tenemos 1,7 millones de mujeres desempleadas más que hace 5 años y casi 360.000 más que hace un año. La tasa de paro de las mujeres se ha más que duplicado, pasando del 11 por ciento en el cuarto trimestre de 2007 al actual 26,55 por ciento. Finalmente, más de 630.000 mujeres han dejado de estar afiliadas a la Seguridad Social. Todo esto, que no me parece de poca entidad, es lo que ha ocurrido en el mercado de trabajo remunerado. Pero fuera de él también ha habido movimientos importantes.

Desde la economía feminista es muy común advertir que, ante la caída de ingresos que la crisis provoca en los hogares, las mujeres intentan encontrar trabajo remunerado fuera de ellos, para compensar o reemplazar la pérdida de las rentas familiares. Como fruto del desempleo, de la devaluación salarial en curso y de los recortes en prestaciones sociales, los ingresos medios de los hogares han descendido en algo más de un 7 por ciento desde 2008. Y el efecto reflejo en relación con las mujeres que acabo de referir no se ha hecho esperar: el número de “activas” se ha incrementado casi un 11 por ciento desde entonces, lo que significa que hoy hay más de 1 millón de mujeres más que antes de la crisis que quieren trabajar de forma remunerada. La mayor parte de ellas, más de 900.000, eran antes “inactivas” -en una terminología bien elocuente del concepto de trabajo dominante- por motivo de realizar labores del hogar.

Esta radiografía de los efectos de la crisis contrasta poderosamente con dos realidades que se han producido, a su vez, como consecuencia de ella. Es bien sabido que la gestión política de la crisis ha pasado por dos fases diferentes. La primera, que llega hasta mayo de 2010, en la que las medidas que se adoptan frente a la misma son de corte, por así decirlo, keynesiano, y en la que se aprobaron importantes paquetes de estímulo económico, especialmente los denominados Fondo Estatal de Inversión Local y Fondo Estatal para el Empleo y la Sostenibilidad Local, que supusieron una inversión total de 13.000 millones de euros. La segunda, que empieza en esa misma fecha, pero que ha ido agudizándose con el pasar del tiempo, especialmente en el último año, es la que se basa en el recorte del gasto público.

Pues bien, ninguna de estas dos políticas ha tomado en consideración la situación laboral de las mujeres. Como se recordará, los paquetes de estímulo económico citados estaban, aunque con alguna diferencia de matiz, centrados en el apoyo al sector de la construcción y, por tanto, en el apoyo al mantenimiento del empleo en el mismo; es decir, un sector donde apenas había y hay presencia de mujeres, con lo que difícilmente puede presumirse que, a pesar del incremento del desempleo que ya estaban sufriendo por entonces, estas políticas de estímulo tuvieran algún efecto beneficioso para ellas.

Con todo, son mucho peores las consecuencias de la política de recorte del gasto público. La primera, y más evidente, es la que tiene que ver con los recortes en la inversión en políticas activas de empleo. Hemos visto cómo, a lo largo de la crisis, se ha producido un importante trasvase de mujeres desde el trabajo no remunerado en los hogares hacia la búsqueda de trabajo remunerado fuera de ellos. Muchas, debido a su biografía laboral, necesitarán el apoyo de las políticas activas para adaptarse a los requerimientos del mercado de trabajo actual, si quieren tener alguna posibilidad de encontrar un empleo. Políticas que apenas si existen y que será muy difícil que existan si los fondos dedicados a las mismas continúan bajando, como lo han hecho en 2012 y 2013, en torno a los 2.000 millones de euros al año. Somos un país con casi 6 millones de personas en desempleo, cerca de 2,8 millones de las cuales son mujeres, que dedica en la actualidad menos del 0,4 por ciento del PIB (poco más de 3.700 millones de euros) a políticas activas de empleo. El resultado indeseable de ello será, con toda probabilidad, que muchas de estas mujeres no encontrarán trabajo remunerado jamás.

Debemos sumar a lo anterior los recortes en gasto social, que nunca son neutros, sino con un marcado componente de género. La educación, sobre todo la infantil, y la atención a la dependencia, que están sufriendo serios recortes, son solo dos ejemplos de las estrechas conexiones entre gasto social e igualdad de género. En la medida que se recorta en estos ámbitos -la clausura del Plan Educa3 en 2012 con una 'des-inversión' entorno a los 100 millones de euros al año, o haber dejado de pagar las cotizaciones a la Seguridad Social de las/os cuidadoras/es no profesionales con una 'des-inversión' de 330 millones de euros al año, pueden servirnos de muestra- las mujeres tienen mayores dificultades en el mercado de trabajo. Primero porque la mayor parte de las personas que trabajan en esos sectores son, a su vez, mujeres, con lo que las posibles pérdidas de empleo les afectan más a ellas. Pero la 'des-inversión' también supone que hay una parte del trabajo de atención o cuidado de menores o dependientes que deja de asumirse en la esfera pública y, por tanto, se “privatiza” y recae –no nos engañemos- en las propias mujeres, porque todavía persiste una fuerte división sexual del trabajo.

Eso las perjudica de múltiples maneras. El hecho de tener que asumir el trabajo de cuidados que desaloja la 'des-inversión' pública disminuye notablemente el poder de negociación de las mujeres en su acceso al mercado laboral. No es extraño, por ello, que las mujeres sean mayoría en los contratos temporales (el 51 por ciento), o en el trabajo a tiempo parcial (el 76 por ciento) o entre los/as asalariados/as con los salarios más bajos (el 66 por ciento). Finalmente, tampoco lo es que las mujeres trabajen más horas que los hombres, ya que suman horas de trabajo remunerado con horas de trabajo de cuidados (11h 12' frente a 10h 27'); ni que tengan, por todo ello, peor calidad de vida.

De ahí que las políticas anti-crisis, al menos si pretenden basarse en la igualdad de género, deban caminar en una doble dirección. Acabar de una vez con los recortes en gasto social, que impactan negativamente sobre toda la ciudadanía, pero especialmente sobre las mujeres. Y definir paquetes de estímulo que impulsen el crecimiento económico y del empleo, pero cuyo diseño, al contrario que en el pasado, tenga también en cuenta los efectos devastadores que la crisis ha causado sobre el empleo y la vida de las mujeres.

“La inversión en mujeres, y su participación, no es solo un imperativo moral sino también una inversión en democracia y un baluarte contra el fundamentalismo y la opresión”, Sharan Burrow, secretaria general de la Confederación Sindical Internacional.

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