La celebración del 11 de septiembre de este año fue la más deslucida desde que se dio el pistoletazo de salida del procés hace ya ocho años. Y no solo por la reducida presencia de ciudadanía en la calle, achacable ciertamente a la pandemia. El cansancio que provoca una carrera de fondo sin horizonte o las disputas en el seno del independentismo deberían ser variables a tener en cuenta. Pocos balcones o ventadas lucían estelades o senyeres, y los medios de comunicación públicos funcionaron durante la jornada a medio gas, por poner solo dos ejemplos. Además la ANC, principal organizadora de la cita, cada vez se dirige más hacia los convencidos. La movilización de esta diada fue la más “militante” en muchos años. No hubo para nada desborde ciudadano.
Ahora bien, esta constatación no puede llevar al lector a pensar que la cuestión territorial, y en concreto el conflicto entre Catalunya y España, vuelve a su cauce. Al contrario. La grieta profunda que supone la crisis del modelo autonómico no puede más que engrandecerse. La forma de organización territorial que se desarrolla en los ochenta, sobre todo a partir de los pactos entre los dos principales partidos españoles (UCD y PSOE en 1981 y PSOE y PP en 1992), muestra su pérdida acelerada de consensos a partir del segundo gobierno Aznar. El proceso de descentralización cuasi-uniforme en 17 comunidades autónomas acaba generando tensiones centrípetas y centrífugas a la vez. La crisis catalana es la más grave pero no es ni mucho menos la única.
Además, la judicialización del contencioso, y sobre todo el uso político del derecho, ha escalado el conflicto. Hacer que resuelvan los jueces un conflicto de naturaleza política no es nunca una buena idea. Pero que además se construya una suerte de activismo judicial en la cúpula de este poder, que active un excepcionalismo penal iliberal con elementos similares al utilizado en el último tramo de la “lucha antiterrorista”, solo puede traer nefastas consecuencias. La existencia de presos y exiliados cronifica el problema. El uso de tipos penales anacrónicos que llevan aparejadas penas desproporcionadas o el recurso a la prisión provisional sin que se cumpla ninguno de los requisitos devalúan la propia institución judicial y el Estado de derecho.
En Catalunya, desde el 28 de octubre de 2017, la vida política está bañada por pasiones tristes (a modo spinoziana). Los distintos sectores políticos y sociales (me atrevería a decir todos) navegan en un sentimiento difuminado de desesperanza y sensación de no futuro. Bajos perfiles, nulos proyectos. Catalunya ha dejado de ser aquel país dinámico, ilusionante e innovador que encontraba su espacio en Europa y el mundo. Y esto evidentemente no es bueno. Pero tampoco lo es para España. Los efectos desestabilizadores sobre la gobernabilidad española son evidentes. Y la afectación va más allá, apunta al corazón del proyecto de Estado.
Es por eso que existen incentivos en ambos lados del Ebro (y en varios actores políticos) para abrir un escenario sincero y valiente de resolución negociada del conflicto. En todo proceso de este tipo se requiere de un período previo de distensión. Trabajo invisible de hormiguita. Generar este contexto inicial de confianza y entendimiento es quizá el punto más difícil y las citas electorales no lo facilitan. Ahora bien, un gesto del ejecutivo acelerando la reforma del código penal o aprobando indultos, y un compromiso firme de falcar la triangulación progresista y plurinacional por parte de ERC aprobando los presupuestos facilitaría un escenario de este tipo.
Porque si se cree que ir tirando la pelota adelante ya no es una opción, quizá ha llegado el momento de dar la oportunidad para que mute el escenario. Es una evidencia que las dos vías que se han probado no han llevado a buen puerto: ni cerrar muy fuerte los ojos y pensar que la crisis territorial es un mal sueño que pasará, ni apuestas unilaterales con exiguo apoyo ciudadano (un 47% -o un 60% da igual– es poco para una apuesta del tipo).
¿Ha llegado el momento de una tercera vía?